SEDUCTORA
El portero del edificio miró a la sudorosa jovencita de veinte años buscar afanosamente la copia de la llave del departamento de Maxwell D’Angelo, entre el desorden que había en el bolso grande que atravesaba su pecho. Si no encontraba la llave, el hombre de traje no la dejaría pasar del recibidor.
Celine Díaz, había aceptado gustosa cuando Michael Philips, el hombre que amaba platónicamente, le había pedido que fuera a revisar la limpieza del lugar, para recibir a su primo que luego de varios años regresaba a Los Ángeles de Italia.
Haley, la secretaria de su hermano le dijo que D’Angelo sería el jefe de Joseph, su hermano mayor.
El portero, un hombre latino, como lo fue su padre, David Díaz, la miró con atención. Celine, era una chica de un metro setenta, pesaba sesenta y cinco kilos pero había heredado una figura latina, decía al ver sus marcadas caderas y torneadas piernas gracias a su constante práctica de ballet clásico. Era muy blanca y sólo ella sabía lo difícil que era lidiar con una piel tan delicada, aunque amaba el sol. Su cabello largo y rubio, caía a mitad de la espalda. Por lo general lo llevaba suelto, como parte de su protector solar, pero esa vez lo recogió sabiendo que le esperaba una ardua labor.
Su rostro seguía siendo el de una niña larguirucha. La gente al verla, aunque era alta, tenía la costumbre de tratarla como nena y tenía sus ventajas.
Vestía un pescador de mezclilla y una camiseta rosa, su tono favorito, con sandalias blancas de tiras.
—Ya recordé —exclamó con su voz, que no era muy fina a diferencia de su carita dulce—, aquí está — dijo mirando con sus grandes ojos verdes al hombre que la vio agacharse, para sacar del bolsillo trasero la llave que era una tarjeta tipo banco.
Cuando llegó al edificio, supo que no se trataba de un lugar cualquiera. La fachada hablaba de un sitio en extremo elegante. Dudó que la fueran a dejar entrar, pero nuevamente, su carita de ángel la salvó.
Ahora que había metido la llave en la puerta entró al departamento y cruzó un pasillo recibidor mirando asombrada todo.
Estaba muda ante tanto lujo y distinción.
—Dios mío —susurró llena de admiración—, aquí cabe nuestra casa entera.
Sus ojos se deleitaron mirando la sala de televisión, la sala de estar, el comedor y la cocina de lujo.
Con sus delicados pies acalorados en las sandalias, aun tocando el recibidor, notó a su derecha tres bancos negros con asientos rojos cerca del bar y frente a éste, una alfombrada sala de tres piezas con una mesa de centro sobre un piso de mármol.
—Wow —exclamó en voz baja yendo hasta la pantalla de televisión, pegada a la pared.
Esperó encontrarse con un frío lugar lleno de muebles blancos y negros, pero en vez de eso, se encontró un departamento en el que predominaba la calidez y buen gusto
Las paredes estaban pintadas de un color claro y los muebles tenían tonos crudos y ocres. La chica sonrió ante tanta belleza. Tomó un cojín café, luego lo soltó para continuar su exploración hacia el comedor de ocho sillas y alto respaldo.
Detrás de la silla principal estaba un ventanal al cual se acercó para correr las cortinas presionando un botón para dejar entrar la luz natural.
Dos salas, dos comedores, pensó con extrañeza, ¿para qué se necesitan dos comedores?
Cosas de ricos, pensó deseando tener la mitad de esa riqueza para ayudar a solucionar algunos problemas en casa.
Empezaría con el mío, pensó haciendo una mueca y se tocó la oreja derecha para ajustar el audífono que cada día le gritaba que era tiempo de cambiarlo por algo más moderno. Se lo quitó y lo limpió un poco.
—No se te ocurra dejar de funcionar —le dijo al aparato volviendo a colocarlo.
Buscó su celular en el bolsillo, el que para variar tenía la pantalla rota en la orilla inferior. Puso música y ésta llegó a su oído.
Sonrió nuevamente y continuó la exploración hasta llegar a uno de los tres dormitorios.
—Ésta debe ser su recámara —dijo viendo el enorme lecho preparado con un edredón que llamaba al descanso.
Frente a la cama, estaban dos butacas tapizadas en cuero con una cuadrada mesa de centro y al costado un peculiar escritorio de oscura madera y su silla. Lo más increíble era una chimenea bajo el desnivel que elevaba la cama sobre cuatro escalones.
¿Por qué tantos muebles en su cuarto? se preguntó otra vez, caminando hasta una puerta. La abrió para llevarse una sorpresa mayor.
—¡Carajo! ¡Esto es un baño! —exclamó mirando la piedra pulida del piso y el muro de la bañera.
Se acercó a los lavamanos beige y abrió una llave para ver salir el agua. Se sentía como una niña en juguetería.
Detrás, estaba la bañera centrada en la habitación con una canasta llena de jabones aromáticos y sales de baño.
¡Cuánto lujo! ¡Daría lo que fuera por probar la tina! ¡Nunca se había metido en una!
Sin perder el tiempo, se quitó las sandalias y se metió en ella. Se recostó, miró alrededor soñando que algún día tendría un lugar así.
—Solo que me consiga un sugar daddy —musitó cerrando los ojos.
Eso había dicho su amiga Vicky. No tenía la menor idea de qué era. Sospechaba que no era bueno porque se reía de ella cada vez que no comprendía sus palabras en doble sentido. Tenía la pésima costumbre de burlarse de su ingenuidad. No quería llenar su cabeza de pensamientos lascivos averiguando.
Su madre le enseñó que una mujer debía llegar pura al matrimonio, de mente y cuerpo, para que su esposo la respetara siempre. Vicky opinaba que eran ideas antiguas, pero ésa era la educación de su madre y su hermano la apoyaba. Celine no conocía otra manera de pensar. Quizás se debía al origen de su madre.
Se dio cuenta de que su recorrido le quitaba tiempo cuando miró su teléfono móvil. Había pasado más de media hora.
—Es hora de trabajar —dijo ajustando los aparatos de sus orejas
—¡Ya deja de moverte! —exclamó su amiga Vicky, horas después de que aseguró que la limpieza del departamento del desconocido señor D’Angelo estuviera impecable, mientras trataba de recogerle el cabello en una cola de caballo.
La rubia miró a la delgadísima y pequeña estilista de su misma edad, quien no consiguió arreglar su abundante cabellera como deseaba. Estaba tan emocionada, que ni su rasgada mirada criminal, a través del espejo en la habitación, logró intimidarla.
—¡Es que debí sacarle fotos para mostrártelas! Pero, fue lo primero que Joseph me prohibió. ¡Es un palacio!
Vicky agarró con ambas manos la coleta de Celine y solo así logró aplacar su ataque de hiperactividad.
—Si continúas moviéndote, ésta bruja te va a lanzar un hechizo para que nunca vuelvas a hablar.
Celine se quedó quieta por arte de magia. La madre de Victoria era hechicera y desde que se mudaron de Ohio a Los Ángeles, cuando ella cumplió diez años, siempre le dio mucho miedo.
Recordaba cómo predijo la muerte de su padre, quien creía mucho en ella.
Aun así, la loca estilista que parecía hipnotizarla por el espejo, era su mejor amiga desde entonces.
No fue fácil crecer en una comunidad latina, donde más de una vez, por sus rasgos tan blancos, algún compañero bully trató de hacerla sentir mal por no parecerse al resto de ellos, mucho menos cuando se enteraron de que su madre provenía de una comunidad amish. ¿Qué tenía de malo? Se preguntó siempre.
Celine no creció en el ambiente, pero su madre le contaba cómo era la vida adentro, con su ambiente tranquilo, religioso y ordenado. El pecado de Anne, su madre, fue enamorarse de David Díaz, un periodista que entró a hacer un reportaje a la comunidad.
—Perdón... —se disculpó siendo consciente apenas del cansancio físico que sentía. Sabía que Muriel, la madre de Vicky, jamás le causaría daño—. Ese departamento es un sueño. Es enorme, es hermoso, es... ¡Es increíble que le haya hecho caso a Joseph!
—Olvídalo. Jos te llamó hace diez minutos y aún falta que te pongas los zapatos y el vestido; y yo me estoy desesperando. Además, la cámara de tu teléfono no sirve y la de tu papá es un vejestorio.
—¡Oye! ¡Respeta! Estás hablando de una joya.
Vicky se dio por vencida y dio dos pasos atrás del tocador para sentarse al borde de la cama de Celine la cual continuó sentada ante el espejo.
—¿Me dijiste que no conoces al nuevo jefe de Joseph?
—No, pero dice Haley que es muy lindo.
—¿No te contó si era joven, viejo, guapo, soltero? Celine se levantó y se sacó la blusa y el short de algodón.
—No, ni me interesó preguntarle.
Fue por el vestido color hueso que estaba al lado de su amiga y lo tomó para meterse en él.
—Quítate el sostén, se va a notar —señaló Vicky poniéndose de pie. La veía tan ansiosa que no dudaba que se lo dejara.
—Ayúdame, estoy nerviosa.
—Pero si es primo de Michael, seguramente es guapo —dijo la castaña desabrochando el sostén de encaje y media copa.
—A lo mejor —contestó Celine—. Para mí, sólo existe Michael —suspiró sacando el sostén que su amiga recibió, luego se subió el vestido—. ¡Ay Dios! ¡Es tan lindo!
Vicky sonrió. Esa niña necesitaba salir más. Michael era muy atractivo, pero un desgraciado de hielo.
—Si, tan lindo como un oso de peluche o una blusa. Es muy viejo para ti.
Celine la miró con reproche, para reclamarle. Unos fuertes golpes en su puerta la detuvieron.
—Celine, tienes un minuto para salir —gritó Joseph ansioso.
—¡Ya voy! —replicó metiendo los pies en unas sandalias de tacón mediano. Salió cuando su amiga hizo gala de sus habilidades como estilista.
Encontró al nervioso Joseph junto a su madre. Conversaban en la cocina.
—Se supone que debo estar antes de que D’Angelo llegue, no después —decía su hermano cuando Anne vio a su hija.
—¡Por Dios! Celine, qué lindo vestido —se le acercó para admirarla de cerca—. Te ves hermosa — agregó mirándola con sus grandes ojos azul cielo.
—¿De veras te gusta, mamá? —inquirió la joven, dándose una vuelta dentro del vestido de escote en V, cuello halter y falda larga hasta la rodilla.
—El diseño es maravilloso —dijo Anne recorriéndola. Vicky se acercó a Joseph y le advirtió en voz baja al rubio.
—No digas nada del vestido, yo lo escogí y le queda divino.
—Pero, se le ve todo enfrente.
—Ya tiene veinte años, no es una niña. Y ni siquiera tiene pechos grandes —susurró pegándose a él.
—No iba a decir nada, sino todo lo contrario —declaró acercándose a la joven de cabello suelto alisado
—le ofreció su brazo—. Celine, te ves muy bonita —dijo acariciando su cabello peinado de raya en medio.
—¡Gracias, hermano!
—Me gusta mucho lo que te hizo Vicky —agregó el muy alto Joseph—. Te quitó esa melena de gata salvaje.
—¡Jos! —exclamaron Celine y su madre al unísono.
Ambas, aparte de hermosos rasgos faciales, compartían una abundante cabellera que a veces era indomable.
—Solo falta un pequeño detalle en ese cuerpo, Celine —señaló Vicky para disgusto de Joseph.
Dos horas después, en el departamento de Maxwell D’Angelo, Celine comenzaba a incomodarse por el roce de la tela interior del vestido.
Sentía picazón en todo el cuerpo y trataba de rascarse sin que la vieran. Frotaba las piernas con discreción, al menos eso creía. Incluso en su pecho, que estaba libre de tela, la picazón era cada vez más desesperante.
Llegó el momento en que fingió que se le caía la bebida en el escote y se rascó con la servilleta, sintiendo un enorme placer.
Logró con ello la atención total de Johan Dumas, un empleado más de la compañía que no le agradaba.
—¿Bailamos? —la miró con malas intenciones.
—No, gracias —quiso evadir al joven de veintiséis años y castaña cabellera lisa—. Debo estar al pendiente de la llegada del señor D’Angelo.
—Ése no va a venir —dijo despectivo—. Todos sabemos que los eventos sorpresa no le gustan, que si su primo le hizo la fiesta fue para molestarlo. ¿Acaso ves a Michael aquí?
—¿Por qué lo dices? —inquirió notando que ningún miembro del clan estaba.
—Nena, los jefes no se tragan.
—Pero, son familia.
—Tal vez trabajan en lo mismo, pero en lo personal sé que se odian.
—¿Entonces...? —miró alrededor.
—No te preocupes si llega o no —se le acercó—. Disfruta la fiesta. Te ves gloriosa con ese vestido, y el escote es...
Celine miró con desagrado que se mordió los labios.
—¡Descarado! —replicó y le dio la espalda, sintiendo el cabello rozándole la piel desnuda.
Seguramente estaba mintiendo. Si Maxwell D’Angelo no llegaba en diez minutos, se iría. No soportaba la fiesta gracias a ésa endemoniada picazón, mucho menos soportaba el acoso de Johan.
Recordó una amplia terraza a la que podría escapar un rato, si es que alguna parejita no la había acaparado como el baño.
Ahí estaré sin ser molestada para rascarme a mi antojo.
Subió algunos peldaños y llegó. Cerró las puertas corredizas y miró las luces de la ciudad. Era un espectáculo maravilloso, desde esa altura en el décimo piso.
La vista era magnífica y para suerte suya, soplaba una brisa suave que la refrescó agradablemente. Cerró los ojos, respiró profundo y poco a poco comenzó a relajarse.
Qué afortunado era Maxwell D’Angelo por vivir en ése departamento tan hermoso, con ésa vista espectacular.
Las voces de los invitados se elevaron, seguramente el efecto del vino empezó a hacer su efecto.
Por primera vez se preguntó cómo sería Maxwell. Quizás esa noche ni lo conocería, si el comentario de Johan era verdad.
Aunque ahora que lo pensaba, ¿qué persona cuerda deseaba asistir a una fiesta luego de muchas horas de vuelo? De Italia a Los Ángeles no era nada sencillo.
Se llevó una mano al muslo izquierdo y lo frotó lo más delicadamente subiendo con ese acto la falda hasta el muslo. Fue como si con ése roce desatara los jinetes del apocalipsis convertidos en comezón.
Se frotó los muslos sin hallar alivio. Varios jadeos desesperados salieron de su garganta. Se negaba a usar las manos para tallar entre ellos, mas estaba a punto de hacerlo.
Se llevó las manos a los brazos y repasó cada centímetro de piel, dejando la marca de sus dedos al recorrerse.
Buscó una pared y apartó el cabello descubriendo el profundo escote trasero. Las manos no lograban darle alivio.
Apoyó la espalda, subió y bajó muy lento para no lastimarse. Gimió y se estremeció sintiendo que alcanzaba las puertas del paraíso.
En una esquina oscura, huyendo de la gente, Celine era observada con total atención por unos ojos azules. Pausó una llamada telefónica para concentrarse en la espectacular rubia que se tocaba entre los muslos dándose placer.
Pasó saliva y se mojó los labios cuando su miembro se puso duro. Era una visión celestial. La chica estaba recargada sensualmente. Podía ver los muslos maravillosos, el borde de una tanga de seda siendo removida a un costado para acariciar con ansias la piel. Seguramente estaba tan mojada, como él deseando aparecer para ayudarla a satisfacer sus deseos solitarios.
Oírla gemir con tal apasionamiento le erizó la piel. ¡Qué belleza de mujer!
Centró la mirada en las largas y firmes piernas blancas. Qué piel tan perfecta, era evidente que se cuidaba, lo cual le aseguraba que podría darle batalla en la cama mientras la embistiera.
Las delicadas manos frotaron una vez más un muslo interior y rogó por verla meterse los dedos en ese coño húmedo para correrse ante sus ojos.
Celine recorrió paso por paso lo que hizo después de vestirse y su única conclusión la llevó a la crema que le prestó Vicky.
—¡Oh Dios! —dijo entre dientes empezando a sentir dolor por lo que le hacía a su delicada piel.
Quedaría llena de marcas rojas.
Gruñó desesperada.
—No, señorita, no quiero que me mande la orden —de pronto una voz masculina la hizo enderezarse como una flecha.
Sus ojos verdes se abrieron enormes al contemplar a un hombre de más de metro ochenta de estatura, del cual no pudo distinguir el rostro porque la luz era casi nula.
Lo único que vio fue un pantalón y suéter oscuros. En la mano brillaba la pantalla de un teléfono móvil. Los nervios y vergüenza de Celine estallaron, junto con la comezón.
¡Qué vergüenza! ¿y si me vio cuando me rascaba como enferma?
El desconocido, pareció ignorarla. Solo colgó la llamada e hizo un movimiento sobre la pared, donde había varios helechos. Enseguida, la luz de una tenue lámpara descubrió su rostro.
—¿Tiene algún problema, señorita? Tal vez pueda ayudarla. La chica se quedó muda con los labios entreabiertos.