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Baila Para Mí

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1. Daleth

Para Elaine, cepillarse el pelo siempre había sido un ritual indispensable. Lo primero que hacía siempre al despertarse por la mañana, tras llegar al baño y después de quitarse las legañas con un poco de agua, era tomar el cepillo y pasarlo, durante varios minutos, por su largo cabello lacio. Aunque era cierto que aquellos mechones dorados casi nunca se enredaban, a la joven la relajaba aquel movimiento repetitivo y conocido. Sobre todo, cuando tenía que enfrentar un trance desagradable.

—¡Vamos, Elaine! ¡Llegamos tarde!

La muchacha suspiró y se miró por enésima vez al espejo, insegura. Un segundo después se decidió a dejar el cepillo a un lado con gesto pesado.

«Desde luego, esta noche va a ser uno de esos momentos difíciles de soportar», pensó con cierto abatimiento, antes de girar por fin el picaporte y salir del amplio cuarto de baño.

Su mejor amiga y responsable de sacarla de su zona de confort aquella noche, Erica Franklin, la esperaba sentada sobre el borde de su gran cama, taconeando con un pie en una muestra evidente de nerviosismo. Cuando alzó la cabeza para verla salir, sacudió su cabello corto a la altura de la barbilla y fijado con espuma. El efecto hacía destacar aún más el color azul cielo con el que se lo había teñido, siguiendo la última tendencia del momento para las clases altas de la ciudad.

—¡Ah, por fin! ¡Ya era hora! —resopló, levantándose con los ojos en blanco—. Ni que fueras a casarte.

Elaine tragó saliva ante la pulla y trató de salirse por la tangente.

—Todavía no me has dicho a dónde vamos —le recriminó, antes de señalarla a la altura de los muslos—. Por cierto: tienes la falda subida, Eri.

Su amiga, pillada en falso, se limitó a torcer el morro y colocarse el vestido con disimulo. Elaine casi dejó escapar una sonrisita involuntaria. Si algo tenía la joven de pelo celeste era no ser lo más delicado del mundo a la hora de vestirse. De hecho, era evidente que aquel atuendo no era de su agrado; Erica se lo había puesto solo por no llevarle la contraria al bueno de Liam, su hermano mayor; el cual casi le había suplicado que se vistiera con algo elegante esa tarde para asistir a su graduación. Y la díscola muchacha, que sólo lo tenía a él desde la muerte de sus padres hacía tres años, había claudicado. Aunque únicamente fuera en esa ocasión y para evitar su insistencia...

Elaine, por otra parte, era la primera que tampoco se sentía cómoda con ropa de fiesta. Pero, por enésima vez, supo que a Erica le daba lo mismo; sobre todo cuando esta se limitó a encogerse de hombros como respuesta a su primera acusación y comentó:

—No te preocupes, El. —Acto seguido, se acercó a la joven rubia y le pasó las manos por los hombros como si quisiera arreglarle el vestido, en un claro gesto tranquilizador entre amigas—. Además, Aera me ha asegurado que el sitio nos va a encantar y ya sabes que me fio de ella a ojos cerrados...

Elaine gimió de forma casi imperceptible, pero no contestó. Mientras tanto, Erica se alejó unos centímetros y frunció los labios, observando aún a la joven rubia. Esta estuvo a punto de preguntar qué ocurría, si tenía algo en la cara, cuando su mejor amiga hizo algo que no esperaba: se giró hacia la derecha y avanzó un par de pasos. Después, tras observar el tocador con aire pensativo, tomó algo de su blanca superficie con dos dedos. Todo antes de retornar hacia su mejor amiga, sosteniéndolo con infinita delicadeza. Elaine casi jadeó al ver el objeto en cuestión, pero no renegó.

—Ven, anda. Déjame probar una cosa —le pidió entonces Erica sin brusquedad, a lo que la otra obedeció.

La del pelo azul tomó entonces la sien de la rubia con mimo, apartó unos pocos mechones hacia atrás; y, con infinito cuidado, los sujetó con el pasador en forma de mariposa. Era casi una obra de arte de ágata amarilla y nácar, con dos largas alas de mariposa haciendo una “X”. Cuando su mejor amiga se echó hacia atrás, Elaine alzó una mano instintiva hacia el pasador, pero no lo retiró. Se limitó a acariciarlo con mimo mientras su vista se dirigía, esta vez, hacia el espejo del tocador. Erica se situó a su espalda, discreta.

—Estás muy guapa hoy, Elaine —le indicó entonces; haciendo que la otra muchacha se girara y clavase en ella dos ojos, enormes y oscuros, marcados por las lágrimas—. Todo irá bien esta noche ¿de acuerdo? Yo estaré contigo en todo momento. Te lo prometo.

Tras un instante de vacilación en el que Elaine trató de tragarse la tristeza con todas sus fuerzas, esta última asintió y se dejó conducir; primero, al exterior del dormitorio. Después, fuera de su caro apartamento. Las dos jóvenes bajaron entonces por el ascensor hasta el aparcamiento del edificio en un extraño silencio, algo poco habitual entre ellas. Cuando sonó la campanita que anunciaba que habían llegado a la planta deseada, ambas salieron una junto a la otra. Después, se dirigieron casi por instinto hacia un pequeño Fiat 500 de color azul cielo estacionado a unos veinte metros de distancia, entre dos huecos vacíos. Siendo jueves por la noche, era de lo más normal.

La Torre de Forest Energies estaba en la Zona Alta de la gran ciudad de Daleth. Más o menos, como todas las empresas de renombre de la villa; y, de paso, de toda Nueva Britania. Si Elaine recordaba bien sus clases de Historia de la escuela, después de la Segunda Gran Guerra de hacía ciento sesenta años, el mundo se había recuperado a duras penas de las secuelas. Sin embargo, la población mundial había conseguido evolucionar durante las siete décadas siguientes hasta llegar al punto de creer que nada podría con la Humanidad... Pero se equivocaban.

Hacía sesenta y cinco años, sin haberse recuperado todavía de una de las peores pandemias conocidas en ese siglo, la Tierra se había enfrentado a una hecatombe energética de magnitud inesperada que había destruido gran parte de las redes de comunicaciones y la electrónica del planeta, provocando el pánico general y que diversos conflictos por los recursos más básicos surgieran por doquier. No obstante, tras trece años de caos dos científicos centroeuropeos habían surgido de sus laboratorios clandestinos para ofrecer al mundo una solución. La cual, si bien no era del agrado de todos, ya era conocida por aquel entonces: la energía nuclear. Ese momento se conoció como la Gran Revelación. Aun a pesar de las reticencias de algunos líderes políticos, por suerte, el sentido común y la necesidad de sobrevivir hizo mella en la mayoría. Sobre todo, para utilizar esa fuente tan controvertida durante décadas y tratar de salir adelante. A partir de ahí, también empezó una carrera por la innovación como nunca se había conocido hasta la fecha. Tratando, como fuese, de encontrar una alternativa segura y efectiva para la preciada potencia nuclear.

Para ello, en las Islas Británicas y su principal nación reconstruida de entre las cenizas, Nueva Britania, la mayoría de las empresas que tenían algo pionero que ofrecer al país y al mundo se habían establecido en la Zona Norte de la flamante ciudad empresarial de Daleth. Por supuesto, en torres de acero y cristal que rivalizaban entre ellas en altura, brillo y esplendor; miraras donde mirases. Además, era muy habitual que, sobre los bloques de oficinas, o junto a los mismos, se encontraran las caras residencias de sus propietarios. En cuanto a la familia de Elaine, los Forest, eran pioneros junto a otros pocos elegidos de la mencionada innovación desde hacía más de dos generaciones. Para ellos, se daba el primer caso. Su residencia y lugar de trabajo se encontraba en un edificio de cincuenta pisos, con los cuarenta y cinco primeros destinados a oficinas; y los cinco últimos, a viviendas privadas.

Cuando las dos jóvenes enfilaron la carretera de salida de los terrenos de la Torre Forest y antes de entrar en la Avenida Macintosh, la más larga y ancha de toda la Zona Alta de Daleth y arteria principal para desplazarse por la misma, Elaine echó un vistazo hacia lo alto del edificio. Las luces estaban aún encendidas en el piso cuarenta y cinco; era probable que su hermano Ken, el primogénito de la familia, siguiese trabajando. La joven suspiró, apartó la vista y la dirigió hacia el frente; sin poder evitar que, de inmediato, un nuevo nudo no del todo desconocido se apoderase de sus entrañas.

Una vez la Torre Forest quedó muy atrás, tras tomar el desvío Sur de la Avenida entraron en la Vía Prima, otra enorme avenida más similar a una autopista urbana. A partir de ahí, Erica condujo durante cerca de diez minutos entre farolas y edificios cuadriculados en dirección al fiordo. Daleth podía ser, desde hacía décadas, el centro indiscutible de las nuevas tecnologías y las grandes empresas de Nueva Britania; sin embargo y según la mitad de la ciudad de la que se hablase, también se trataba de un centro de diversión, juego y entretenimiento conocido en casi todo el país. Situada junto a ambas orillas del fiordo Kent, en la costa oeste del país, los más ancianos afirmaban que Daleth llevaba dividida desde su fundación en dos mitades muy bien diferenciadas: el norte para los pudientes y el sur para la clase media y baja. Sin embargo, desde la Guerra de los Recursos eso parecía haberse hecho incluso más patente: ahora, la Zona Alta de la orilla norte permitía que todos aquellos que habían conseguido salir adelante en el difícil mundo empresarial del último siglo tuvieran su hueco; para observar, con indolencia, a los vecinos “pobres” de la orilla sur... y, de paso, al resto del mundo que compraba sus proyectos e innovaciones.

Sin embargo, en ese sur se encontraba justamente el lugar adónde se dirigían las chicas aquella noche. El Centro Histórico de Daleth. Lo exótico. Aquello que, por otra parte, la mayoría de sus compañeros de estudios y de juegos de toda la vida miraban por encima del hombro el noventa por ciento del tiempo. Solo que, ahora, empezaba una nueva etapa para todos ellos. Erica, Elaine y la mayoría de sus amigos y amigas se habían graduado del instituto aquella misma tarde, entre las aclamaciones de sus familiares y gente querida. Y, ahora, recién empezado su primer verano como adultos, la mayoría de ellos solo querían poder disfrutar de un merecido descanso veraniego. No obstante, Elaine apenas había tenido tiempo de disfrutar de la atención de su hermano mayor antes de que este tuviese que volver a trabajar.

La joven contuvo una lágrima traidora a duras penas al pensar en ello, justo cuando el coche de Erica enfilaba el primer tramo del puente Ávalon. Las luces de las altas torres se reflejaban como espectros fantasmagóricos sobre las oscuras y revueltas aguas, seguramente a causa de las lluvias de primavera de los últimos dos meses. Sin embargo, aquellas sombras ondulantes permitieron a la joven Forest hundirse en sus pensamientos mientras miraba por la ventanilla.

Su padre había muerto de un largo y tedioso cáncer hacía casi un año, pero su madre aún no se había repuesto del trauma. Sólo permanecía en el enorme dúplex familiar, situado sobre el ático de la empresa Forest Energies, sin atender ni escuchar a nadie que se dignase a dirigirle la palabra. De ahí que su hermano Ken se estuviera haciendo cargo del negocio familiar mientras su madre se recuperaba... si es que lo hacía en algún momento.

«Pero», Elaine se preguntaba, «eso ¿dónde me deja a mí?».

Hasta la fecha, su labor había sido atender a su madre y a sus estudios; equilibrando todo lo posible y con aspiración a convertirse, en un futuro, en una brillante estudiante de la mejor Universidad del país. Después, pasaría a ser la posible esposa de otro empresario con igual o mayor fortuna que la de su familia. La joven suspiró mientras se llevaba, de nuevo, una mano al pasador y lo acariciaba casi por instinto. Aquel había sido un regalo de su madre en su penúltimo cumpleaños, pocas semanas antes de que le diagnosticasen a su padre la fatal enfermedad. Si se paraba a pensarlo en frío, Elaine se daba cuenta de que era cierto que llevaba casi desde entonces encerrada en una burbuja de rutina, dolor contenido y silencios incómodos. Quizá, por una vez en mucho tiempo, debía darle la razón a Erica: a lo mejor aquella noche era lo que necesitaba para ahuyentar, aunque fuera por unas horas, a todos los demonios que la acosaban desde el fallecimiento de su padre.

—Vamos, Elaine. Alegra esa cara —le dijo entonces Erica, haciendo que la aludida girase apenas el rostro hacia ella. Su amiga le dedicó una breve sonrisa de aliento sin despegar del todo la vista de la carretera—. Créeme, estoy segura de que lo pasaremos bien. Además —añadió, con algo más de diversión— llevas un año sin apenas salir de tus aposentos, como quien dice, ni hacer nada aparte de estudiar. Vas a acabar convirtiéndote en la princesa de aquel cuento ¿te acuerdas? La que terminaba tirando sus rizos por una ventana para que la rescataran...

A pesar del tono desenfadado y la buena intención de Erica, Elaine apretó los labios para contener de nuevo las lágrimas; por ello, su amiga se esforzó por suavizar el mensaje al tiempo que le posaba una mano cariñosa en el brazo.

—Oye, cielo. Sé que este año ha sido muy duro para Ken y para ti, pero... las dos sabemos que necesitas esto —insistió con dulzura—. Tus amigas queremos poder ayudarte. Ya lo sabes.

Elaine tragó saliva. El puente se acercaba a su tramo final y el otro lado de Daleth, con sus luces anaranjadas y sus tintes antiguos, se aproximaba inexorable. Para bien o para mal, la joven rubia sabía que no le quedaba más remedio que confiar en Erica. Como ella decía, sus amigas habían tratado de estar junto a ella en todo momento desde el fatal desenlace familiar. Por ello y al cabo de un mini segundo de duda, Elaine decidió mostrar una comedida sonrisa de rendición y pronunciar:

—Vale. Pero, cumple tu promesa. ¿De acuerdo?

Ante aquello, Erica se rio con tanta fuerza que casi se saltó la salida que le indicaba el GPS para llegar a su destino. Sin embargo, al recobrar la compostura y la atención, la joven de pelo azul suspiró y le guiñó un ojo a su amiga:

—No te preocupes, El. Después del trance de esta noche, Liam será todo tuyo.

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