1. SUEÑOS INALCANZABLES
—Tranquilo, angelito—murmuró enternecida con su fantasía—;sueño con un bebé muy hermoso—se acarició en círculos delicados—.Algún día lo tendré—aseguró, con los ojos verdes puestos en él—.Pero como me dijiste: no será tuyo—dejó de mirarlo para seguir en su mundo —.Claro que no, mi pequeño conejito, no tendrás un padre tan horrible y maleante como ese señor. Vas a tener uno como el que tuve y me amaba y me mimaba y me llevaba a todos los lugares que yo quería. Él no...—lo miró nuevamente, esta vez con desprecio infantil.
Maxwell acercó la punta del arma a su cabeza, recordando, con dolorosa decepción por sí mismo, cómo la despreció después y le pidió que dejara de molestarlo, que jamás querría tener un bebé con ella. ¡Fue mentira! Pensó apretando los dientes tanto como la empuñadura. Tarde entendió que amaba todo lo que viniera de ella. Absolutamente todo, hasta sus cantos desafinados mientras se peinaba por las mañanas en ese departamento donde se conocieron.
—¿Por qué cantas susurrando?—le preguntó una vez, cuando ella pensó que se había marchado a trabajar.
La sorprendió, pues lo vio a través del espejo y además no tenía puesto el aparato auditivo. Cuando le repitió la pregunta, ella miró sus labios fijamente y sonrió.
—Sabes que lo hago horrible... Tú eres experto, no quiero dañar tu oído.
Maxwell sonrió y la abrazó. Sentía tanta paz cuando estrechaba su cuerpo frágil y dulce, sin deseos sexuales. Ahora veía todo eso. No todo fue sexo. No sentía ternura por ella para follarla, era porque la amaba y se sentía seguro de ser correspondido.
—¡Maxwell, abre la puerta! —escuchó a lo lejos la voz de Mina, gritando.
Su pecho se estremeció con un sollozo angustiante. Sus labios se entreabrieron para soltar un gemido que erizó la piel de sunonnadetrás de la puerta.
—¡Max, abre la puerta o la tumbaremos! —gritó Bruno, tocando insistentemente. El corazón le latía desbocado. ¡No iba a perder a su hijo! No otra vez...
—No te vas a ir sola, mi amor —susurró Max, apretando poco a poco el gatillo y bajó la pantalla de la laptop—. Tenías razón, soy un cobarde...
Mina gritó al entrar cuando Bruno le rodeó los hombros y se escuchó ese estruendo con olor a pólvora. Empujo al mafioso para correr al lado de su hijo, para ver aterrada cómo la sangre de su amadodemonemanchaba la cama donde cayó de frente.
—¡Nooo! —se lamentó, una y otra vez. Estaba temblando como jamás en su vida. Se sentó a su lado para verlo. Tenía los ojos abiertos, pero su expresión era de absoluta nada. ¿Se había ido? Siguió llorando desesperada, hasta que se atrevió a abrazarlo por la espalda. Lo escuchó respirar con dificultad. Lo volteó con ayuda de Bruno, que estaba pálido—. Accidenti al mio demone, come osi lasciare tua nonna!? Oh Maxwell, amore mio... Non lasciarmi stupido! La nonna ti ama più di chiunque altro al mondo! Sei il mio mondo, mio dolce diavoletto!
(Maldito demonio mío, ¿¡cómo te atreviste a dejar a tu nonna!? ¡Ay Maxwell, mi vida! ¡No me dejes imbécil! ¡La nonna te ama más que nadie en el mundo! ¡Eres mi mundo, mi dulce y pequeño demonio!)
Miró a Bruno que respiró mirando al cielo, mientras se sentaba del otro lado de Maxwell. Mina sollozante vio el arma que sostenía y lo miró ceñuda.
—Gracias, Dios —dijo el mafioso italiano.
—¡Le disparaste a tu hijo, maldito loco! —gritó Mina, inclinándose a tomar el arma que su hijo dejó caer sobre el colchón y le apuntó.
—¡Tranquila! —replicó el hombre abriendo los ojos—. ¡Solo fue un rozón! —Le hizo ver—. Era apuntar al cañón o dejar que se volara los sesos.
—¡Pudiste matarlo!
—¡Pero no lo hice! —espetó Bruno, igual de nervioso que ella.
Mina miró a Max en sus brazos y con la mano temblorosa buscó la herida. Bruno dio la orden de llamar a una ambulancia para llevarlo al hospital.
—Presiona la herida con tus manos —le pidió a la mujer, ignorando por el nerviosismo, que ya lo hacía.
Mina no paraba de llorar.
—Es nuestro hijo Bruno, no vamos a perderlo como a Vincenzo —sollozó, sabiendo lo mucho que su pequeñodemoneiba a seguir padeciendo, apenas saliera del shock emocional en que ahora se encontraba.
Bruno apretó los ojos y brotaron unas lágrimas.
—No va a morir, ni de amor, ni por una bala —aseguró con voz trémula—. Es mi hijo y si yo resistí, él también podrá. Un Altobelli nunca se da por vencido, ni deja de luchar por quien ama.
—Es un D’Angelo —lo corrigió.
—También es mío, Mina. No lo olvides.
Mina apretó los labios sollozante y acunó a Max como si fuera un bebé. Su herida sangraba de manera exagerada.
Recordó el día que lo vio así, con la sangre de Celine en sus manos y torso. Debió sentir que la vida lo despreciaba y lo estaba castigando como lo había hecho desde que nació. Mina entendió perfectamente el mensaje, pues no era la primera vez que padecía por amor y perdía a alguien. En ese instante esperaba no morir antes de ver al dueño de su corazón como antes, feliz al lado de la mujer que lo regresó a la vida.
Dos semanas después...
Mina salió de la casa. Necesitaba respirar aire fresco. Le dolía el corazón de ver a Maxwell tan decaído. Desde que salió del hospital se hundió en una oscura depresión. Especialmente desde que decidió voluntariamente que nunca más se acercaría a Celine. Sabía que ella había logrado sobrepasar la etapa crítica y que incluso había recuperado el sentido.
La italiana tenía prohibido acercarse al hospital, al igual que Bruno, quienes no entendían la actitud de Maxwell al exigirles que respetaran su decisión, sabiendo lo mal que estaba.
Antulio trató de abogar por él a petición de Mina, quien no dudó en suplicar por su hijo. Por primera vez a la arrogante mujer no le pareció humillante, lo que al final solo era un acto de amor.
Sin embargo, llegó el momento en que Maxwell ya no resistió más sin saber de ella y sucedió cuando se enteró de que Celine había despertado y decidió ir al hospital.
Anne estaba presente, pues ayudaba en los cuidados de higiene de la chica, que se sentía débil. Tulio le contaba lo que sucedía con el italiano. Anne sentía que la desgracia se resistía a abandonar sus vidas, tal como le sucedía a Mina.
Estaba sentada afuera de la habitación en el hospital privado, leyendo un libro cuando escuchó pasos y levantó la vista.
Arrugó el entrecejo al ver al hombre que andaba en su dirección. Se veía afectado físicamente, sumamente delgado y ojeroso; incluso, el resto de su apariencia le causó sorpresa. Cuando se acercó pudo ver en su cabeza la herida de bala que lo había rozado ligeramente y por la cual le dieron varias puntadas.
Sintió pesar por él, más no iba a permitir que alterara la calma de su hija ahora que había despertado.
—Señora, lamento incomodarla —dijo inseguro, al verla dejar el libro a un lado para ponerse de pie—, pero ya no puedo más. Necesito ver y escuchar por mí mismo, ¿qué está pasando con mi princesa?
Anne se le quedó viendo un instante.
—Maxwell será mejor que te retires.
—No me iré. Yo la amo —le dijo, por primera vez—. Le juro por mi miserable vida que la amo.
Anne se mordió los labios. Se preguntó si Celine se las escuchó alguna vez. Lo dudo por la manera en que se apareció aquella noche a la fiesta con otra mujer.
—Celine no está bien. Está muy perturbada mentalmente, aunque intenta demostrar lo contrario.
—Me informaron que está teniendo un retroceso... ¿A qué se refiere con eso?
Anne volvió a sentarse y él hizo lo mismo a su lado.
—Despertó y creyó que tenía doce años —comentó, viéndolo sorprenderse—. Creyó que acababa de suceder lo de su padre. Apenas está retomando su vida actual. Por eso te pido que la dejes en paz, por favor.
—No puede ser... —se lamentó, apoyando la nuca en la pared de cristal—. ¿Tanto la afectó?
—Sí, pero ya le explicamos, con ayuda del terapeuta.
Maxwell se levantó y la vio desde la puerta. Dormía como una hermosa princesa de cuento en una caja de cristal.
—Por favor, déjeme entrar solo una vez. Le prometo que apenas la vea de cerca y sienta que su piel está tibia, me iré.
Anne se levantó también. Rápidamente, volteó a ver a Celine. Se sintió una pésima madre por no haber estado a su lado y no ver lo deprimida que estuvo.
—Maxwell, ella no merecía...
—¡Lo sé! —replicó en tono bajo con rabia contra sí. Luego la miró agobiado—. ¿¡Usted cree que he podido dormir sabiendo que por mi culpa casi se muere!?
Se pasó una mano por la cabeza, lastimándose al instante la herida. Anne lo vio maldecir en italiano y llenarse los ojos de lágrimas las cuales no dejó salir.
—¡Por favor, permítame estar unos minutos con ella! Solos...
La mujer miró los ojos suplicantes del dolido hombre y accedió con un movimiento de cabeza. Era evidente que la conciencia lo estaba matando, que debía estar experimentando el mismo sentimiento que ella o algo aún peor... Debió estar hundido en el infierno para pensar en quitarse la vida.
—Está bien, pasa, pero no la inquietes. Está sedada...
Maxwell asintió, mostrándose dócil como Anne jamás imaginó que lo vería. Por fin tenía frente a ella a un joven de treinta años de jeans y camiseta polo azul marino, y no al magnate inalcanzable que era para muchos.
—Gracias, señora —fue lo único que pudo decir, sin que la emoción lo tirara.
Anne aspiró profundamente y se retiró.
—Confío en que serás prudente.
Maxwell entró a la habitación buscando que sus pasos hicieran el menor ruido posible. Llegó a su lado. La miró descansar con tanta paz que supo que su miserable presencia causó todo lo contrario desde el primer minuto en que él llegó.
Sabía que estaba sedada, pues de repente despertaba alterada por las pesadillas de revivir lo sucedido. Pasó saliva con dificultad. Tenía un nudo atorado en la garganta. Acarició su mano aún más blanca, con nerviosismo, ya no tenía ningún catéter.
Se perdió en su belleza, en esa apariencia de ángel que solo era el reflejo de su interior; aunque se transformaba en una pequeña diabla cuando la hacía enojar y amaba esa explosión de vida. Sonrió triste. Así era su princesa, su bebé.
—Mi pequeñita, te ves tan linda —su voz se quebró—. Lo siento mucho. Fui un monstruo contigo... Lo lamento tanto, mi amor.
Estuvo en silencio observándola, viendo su respiración serena.
—Mmm... —la oyó gemir un poco —. Papi...
Maxwell se sentó a su lado.
—Aquí estoy, mi amor —se inclinó a musitar en su oído. Celine apretó sus dedos con debilidad.
—No me dejes —dijo drogada, sin abrir los ojos.
—Nunca bebita, tudaddynunca te va a dejar.
Ella sonrió un poco. Maxwell luchó para no tocar más que su mano de seda; sin embargo, no sabía para cuando volviera a estar así de cerca. Se inclinó a besar su frente. Se elevó un poco para mirarla y noto que sonreía un poco. Así se quedó, percibiendo su calor, escuchando su respiración suave. Miró sus labios. No merecía volver a tocarlos, se reprochó, apoyando su frente en la suya.
No lo volvería a hacer porque estaba seguro de que apenas se recuperara, lo iba a odiar y lo despreciaría como sabía que merecía. No la mancharía de nuevo con una sucia propuesta.
—Siempre te voy a amar —dijo muy bajito, metiendo la mano izquierda en el bolsillo de su pantalón—. Y si algún día logras perdonarme, ese día regresaré a la vida, mi amor. —Miró la pulsera tejida con hilo rosa que compró antes de ir a verla. Tenía un dije en forma de conejito. Se la puso en recuerdo del bebé que perdieron, pues así lo llamó. Acarició su muñeca con los dedos—. Te amo, Celine —puso su mano sobre la camilla y encima la suya—, te amo —la rodeó con delicadeza y la besó una vez más como despedida—. Feliz cumpleaños, mi pequeña princesa.
Un mes después del atentado...
Celine se le quedó viendo a su madre cuando detuvo el paso al salir del hospital.
—¿Qué pasa, mamá?
—Es que acabo de ver a un conocido.
La joven miró alrededor. Anne pasó saliva con dificultad.
—¿A quién? —inquirió, sin entender. Anne arrugó el entrecejo.
—Un invitado a la boda de Oliver.
Celine la miró con incertidumbre.
—Oh, si lo conoces ve a saludarlo, yo esperaré a que llegue Tulio con el auto.
Mina y Bruno vieron de lejos a Celine cuando acompañaron a Max a verla cuando salió del hospital. Notaron que solo Anne se acercó a su hijo, la rubia lo miró, pero no le dio más atención. Llegó el auto de Tulio y subió a él sin mirar atrás.
Mina logró averiguar entre los empleados de la casa que la joven tenía un comportamiento relajado, sereno. ¿Cómo era posible? Maxwell le contó de su problema emocional, pero a ella no le harían creer esa estupidez de que Celine no pensaba en su hijo. ¡Nadie olvidaba al amor de su vida! Ese por el que lloró y se ahogó en llanto la noche en que fue agredida.
Las semanas transcurrían y Maxwell resentía cada segundo lejos de Celine.
Mientras se duchaba como cada noche, después de una hora tirando golpes, pensaba en ella, una y otra vez, de manera obsesiva. Rogaba recibir una señal para acercarse que ya no llegaría.
Sabía que fue lo mejor no haber muerto por una bala en la cabeza que le habría dado paz a su vida miserable, pues estando vivo no dejaría de padecer un solo día de su existencia; por lo que perdió siendo tan egoísta.
Aspiró profundamente y sus labios se apretaron. Era agotador continuar así, pensaba; mientras, sus ojos se humedecían bajo el chorro de agua. Así debió estar ella cuando le pidió que se fuera de su lado, amándolo.
Se restregó el cuerpo con fuerza, deseando arrancarse la piel para no recordarla padeciendo su desamor. Lloraba cada día lejos de ella, sabiendo dónde estaba; sintiéndose, cada segundo, tentado a buscarla, sin poder verla de frente para que supiera cuánto la amaba y se arrepentía de todo.
Si tuviera una mínima oportunidad la aprovecharía al máximo, pero se sentía tan poco digno que no la buscaría, al menos no forzaría un acercamiento como prometió a Anne. Le daba vergüenza mirarla a la cara después de haberla casi perdido.
Pensaba también en el bebé y lo mucho que lo hubieran amado, de haber nacido. Y pensar que la única vez que le habló de él, fue sin saber que era real, porque se debió a una pesadilla. La misma que ya era la suya.
—¡Celine! —se acercó a ella aquel día, sacudiéndola para que despertara. La oyó gemir y padecer sin despertar. La jovencita abrió los ojos y gritó al ver que Maxwell estaba con ella.
—¡Suéltame! ¡No me toques! —lo manoteó.
—¡Nena, tranquila! ¡Estabas soñando! —La tomó con fuerza por los brazos. Celine lo vio entre lágrimas.
—El conejito se murió —dijo muy triste. Maxwell frunció el ceño.
—¿De qué hablas? ¿Qué soñaste?
—Yo... paseaba en el campo —dijo sollozando—. Tú estabas lejos y me encontré un conejo pequeñito, blanco. Te quise decir, te miré, pero tú no querías saber de mí, y cuando solté al conejito para que se fuera apareció un monstruo y ¡lo mató! Lo destrozó con sus garras y me llenó toda de sangre.
Y sí la dejo sola, soportando el dolor de su pérdida; después, por arrogante, la dejó sin la seguridad que acostumbraba, a pesar de saber el riesgo que corría. Golpeó la pared de la ducha. ¡Estuvo a nada de perderla!
Sollozó con tristeza y rabia al recordarla en sus brazos, teñida de rojo con ese hermoso vestido blanco.
Su princesa estaba viva, y también lo agradecía, más nunca podría superar el haber tenido la felicidad perfecta en sus manos y haberla desechado como un objeto sin valor. Esperaba que algún día conociera a alguien que le diera el lugar que merecía, aunque eso lo terminara de matar.
—Bebé, lo siento... Lo siento tanto —lloró, susurrando entre dientes, apoyando la espalda en la pared, dejando que su cuerpo se deslizara despacio hasta quedar sentado bajo el chorro de la ducha—. Perdóname, mi amor, perdóname... —gimió rodeándose con los brazos, así como cuando ella lo hacía, tratando inútilmente de abarcarlo—. Mi conejita... —musitó con una triste sonrisa—, te amo tanto...
Repetía las mismas palabras que le dijo aquel día en el hospital cuando Anne le permitió verla, cuando la tocó por última vez.