Capítulo 1
Mayo, 2018.
Gangseo-gu, Seúl.
El espectáculo estaba próximo a comenzar, la estrella del show subiría al escenario. La fosa ardía con la emoción del público, el aroma a desesperación que emanaba de los asistentes, mezclándose con el tufo a tabaco, drogas y alcohol. CL se encaramó al balcón, su presencia recordando al personal lo importante que era esa noche y lo poco tolerante que se mostraría si acaso cometían algún error que pudiera costarle aquello por lo que tanto hubiera esperado.
Había sabido desde el principio que conservarlo en tan buen estado no sería un desperdicio, al contrario, la fortuna le sonrió una vez dejando en sus manos tan valioso tesoro y por eso, debía asegurarse de sacarle el mayor de los provechos. Muchas veces imaginó la clase de tratos que podría cerrar gracias a él, aunque nunca, ni en sus más grandes sueños, creyó que la oferta que tanto deseaba saldría, justamente, de la persona que dominara el bajo mundo.
Viendo la excitación aumentar entre la clientela, los movimientos de su estrella despertando los más bajos instintos de esos pobres diablos que jamás llegarían al precio para merecer ponerle las manos encima, la Madame sonrió con orgullo, imaginando todo el placer que sentiría su mejor comprador cuando descubriera la clase de obra de arte que había hecho caer en sus manos.
Entonces volvió al palco, sirviendo un trago de ron añejo que la acompañó hasta que la música terminó y las luces se apagaron.
Abajo, sus chicas se deslizaban entre las mesas para atender a los clientes, los meseros llenaban los vasos de tipos con tanto alcohol en el sistema que ya ni siquiera debían sentir los estragos del licor al bajar por sus gargantas y en el pasillo a los cuartos, su asistente se encargaría de cobrar por adelantado a cualquiera que necesitara un poco de privacidad. No había nada de lo que preocuparse, lo único que debía hacer era aguardar.
O quizás, ya ni siquiera eso.
Cuando la puerta se abrió y tres sombras bloquearon la entrada, CL supo que el momento había llegado. Se acomodó a sus anchas en el sofá de cuero, agitando el licor que quedaba en su vaso, antes de dar un último sorbo. Al frente, los dos chicos permanecieron en sus sitios, mientras la muñeca que los acompañaba se paseaba por la habitación, juzgando con indiscreción el gusto en decoración de interiores de la Madame.
—¿Terminaste, querida? —preguntó CL, impaciente— Detesto cuando me hacen perder el tiempo.
—Cuida tus palabras, mujer —le advirtió uno de los chicos— No olvides con quién estás tratando.
—No lo olvides tú, mocoso. Sé un buen chico, cierra esa bonita boca y deja que las damas hagan negocios.
Sabía, mejor que nadie en esa habitación, que la imprudencia muchas veces se cobra un precio muy alto y, sin embargo, sentirse intimidada por un trío de niños que bien podían ser una completa farsa, la hacía irritar como pocas cosas en la vida. ¿Dónde estaba el hombre al que se suponía estaba vendiendo su mercancía?
Volviéndose hacia ella, como si hubiera alcanzado a escuchar sus pensamientos, la muñeca a la que esos dos protegían parecía dispuesta a demostrarle lo equivocada que estaba al subestimarlos. Era hermosa, poseía la apariencia delicada de una flor y el corte estilizado de una bailarina, vestía un conjunto oscuro que dejaba sus hombros al descubierto, guantes de seda hasta los codos y una fina redecilla cubriéndole la mitad del rostro.
En sus ojos glaciales brillaba la altivez de una princesa, la fiereza de un depredador que ha elegido una presa.
—El señor Oh no negocia con nadie —dijo— Fijaste un precio y eso es lo que obtendrás.
—Hm, no lo sé. Podría haberme equivocado, mi producto es demasiado bueno para obsequiarlo, así sea el mismísimo jefe de la mafia quien desee adquirirlo.
Aquel no era su primer trato, desde que abriera el club y se dedicara a importar piezas exóticas para ampliar el catálogo, CL había lidiado con toda clase de demonios desde los mercenarios que obtenían la mercancía y traficantes que se encargaban de trasladarla, hasta borrachos de clase baja y magnates en desgracia. No había conocido a alguien que no sucumbiera a su voluntad, pero eso tal vez fuera porque antes de esa noche no había intentado sacar ventaja a una mujer como Irene Oh.
—Te aseguro, madrota, que si la mercancía es tan buena, el Sr. Oh pagará generosamente las molestias que te hayas tomado para complacerlo. Ahora, muéstranos. Veamos si mereces lo que has pedido o si deberíamos mostrarte lo que ocurre cuando intentas engañar a EXO.
[...]
Todo estaba a oscuras.
Poco después de terminar el show, la ordenanza del club había ido a buscarle a los vestidores, le habían dicho que aquella sería una noche especial, que al fin mostraría su verdadero valor y devolvería a la Madame todo lo que la mujer había hecho por él. No se le permitía cuestionar, mucho menos protestar, así que aunque no lo entendía, hacía lo que le ordenaban y esperaba que fuera suficiente para no provocar la ira de su ama: bailar como si esa fuera la última noche o dejar que le vendaran los ojos y ataran de manos.
Dejándose guiar, sin tener idea a dónde podrían estarle llevando, se preguntó si aquello podría ser un castigo, la reprimenda por equivocarse y no cumplir con los mandatos de CL.
No sería la primera vez, en el pasado, la madrota le había reprendido por hablar cuando no se lo pedían, derramar las bebidas o demorar en cumplir sus tareas. Los castigos siempre eran soportables, a excepción de aquellos que merecía cuando sus encantos eran los culpables. La última vez que uno de los clientes se abalanzó sobre él, su ama lo hizo pagar caro por haberlo tentado y más tarde lastimado, al defenderse e impedir que consiguiera lo que quería.
Pero, ¿y esa noche?
Podía jurar que no había cometido ningún error, de hecho, casi se habría atrevido a asegurar que había estado perfecto. Rosé, la ordenanza, lo sacó de sus cavilaciones al apremiarlo a avanzar, cruzando el pasillo hasta la fosa y subiendo luego las escaleras hasta el palco de la Madame, donde le obligaron a ponerse de rodillas, las manos sobre el pecho en posición de ruego. El desconcierto que todo eso le provocaba, se tornó en miedo tan pronto la voz de su ama resonó en el lugar, pronunciando las únicas palabras a las que un bailarín del Lotto les temía más que a hacer enfadar a la madrota.
—Voilà —cantó CL— He aquí lo mejor de nuestra colección, la estrella principal del show.
No podía ser cierto, después de tanto tiempo… los primeros años de su estancia en el club, había creído posible que algo así sucediera y, sin embargo, la Madame siempre había dicho que era un caso especial. Claro que no lo hacía porque guardara una especie de verdadero afecto por él, sino sólo porque creía que ninguna de las ofertas que recibía valían realmente la pena. Un tesoro como tú, sólo puede ser comprado por alguien que me llegue al precio justo, decía.
Y al parecer, esa persona había aparecido.
—Luhan —lo llamó su ama— Levántate, tesoro, déjanos ver lo especial que eres.
No creía tener las fuerzas para ponerse en pie, de hecho, casi deseaba que las piernas no le respondieran y que su desobediencia le cobrara el precio más alto, no obstante, el miedo debía tener su propia conciencia porque aunque las rodillas le temblaban cuando las forzó a moverse, fue capaz de sostenerse. Rosé acudió a su lado, le desató las manos y lo instó a avanzar un par de pasos.
—¿Qué rayos? Sácate la bata —gruñó CL, desde su sitio.
Luhan obedeció, obligando a sus dedos a tirar del lazo que mantenía cerrada la roída tela con que se cubría después de cada show. No era la primera vez que se sacaba la ropa, sus atuendos siempre escondían gran parte de su piel, pero según el acto avanzaba, las prendas terminaban decorando el suelo de la pista. En ese momento, no había música sonando a su ritmo, alguna coreografía que seguir o un tubo al que sostenerse. Sólo había ojos contemplando su cuerpo, sonrisas aprobando su desnudez.
—¿Acaso no luce como un ángel? —preguntó CL, a sus clientes.
Sabía por qué lo decía, eso mismo había hecho cuando le entregó la nueva lencería: las bragas de encaje blanco, el arnés con pedrería incrustada, aquel pomposo abrigo que simulaba las alas, las botas de cuerpo que acentuaban su figura. Se arrepintió por haberse esmerado con el maquillaje, creyendo que si lucía impecable bastaría para complacer a su ama. No había hecho más que contribuir a su imagen, poniéndose plumas en las pestañas, perlas en los párpados, incluso rizándose el colorido cabello rosa. Quiso llorar en ese momento, derramar las lágrimas que cada noche se esforzaba en contener porque, de hecho, lucía como un ángel.
Un ángel sin alas y arrojado al mismo infierno.
¿Hacía cuanto que no pidiera un deseo? Antes, solía hacerlo seguido. Se aferraba a sus amuletos y enviaba al universo un suave susurro, imprimía a sus plegarias la fuerza necesaria para que los dioses lo escucharan, pero al pasar los años y sin que ninguno de sus anhelos se volviera realidad, Luhan había entendido que de nada servía soñar pues donde estaba, en ese lugar oscuro y oculto entre las mismísimas profundidades del Tártaro… ahí los dioses no miraban, las estrellas no brillaban y los deseos no se cumplían.
Pese a todo, se dijo que esa vez podía ser diferente, que la maldad que conocía podía no ser suficiente para frenarlo e impedir que lo que quería se volviera realidad. Lo único que debía hacer era decirlo, hincarse de rodillas y suplicar que le pusieran fin. No sabía por qué, pero algo le decía que la persona que había ido a comprarlo tenía el poder suficiente para terminar con su vida, incluso si no se lo pedía. Entonces, justo cuando se disponía a arriesgarlo todo y susurrar un último deseo, una voz se extendió en el palco y le heló la sangre, como se paralizan los ciervos frente a un auto.
—Es justo lo que buscaba. Apuesto que el Sr. Oh quedará más que fascinado.