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Adaptación sin fines de lucro, créditos a su autor original.
No le gustaban los días nublados, los detestaba. Desde hacía más de una semana, el clima amenazaba con la llegada de un terrible huracán. Faltaban siete días para luna llena, la noche del solsticio de verano se acercaba y en Cataluña la tradición llamaba a todas las personas que creían en las historias de magia y brujas a que salieran a la calle, encendieran las hogueras y se inventaran todo tipo de hechizos y encantamientos para traer prosperidad y felicidad a sus vidas.
JungMin se acercó a la cristalera de su habitación, que dejaba ver unas bellísimas vistas de Barcelona, y alzó la mirada al cielo. Su Terranova negro de tres meses se acercó a él y le rascó la pierna con su patita. JungMin lo miró, lo cogió en brazos y sonrió mientras masajeaba digitalmente la coronilla de Coco y volvía a mirar las soberanas nubes. Por el amor de Dios, estaban casi en pleno verano y el tiempo acechaba amenazador como en invierno. Vaya con el cambio climático… Todo el mundo hablaba de ello como si tal cosa, pero nadie entendía muy bien cuáles iban a ser sus consecuencias.
El 23 de junio se celebraría la verbena de San Juan, su fiesta favorita y, de seguir así el clima, iba a estar pasada por agua. Desde pequeño sentía adoración por esa celebración, para él era realmente especial, y ni siquiera podía explicar de dónde provenía su fascinación. En ese día la gente compraba las tradicionales cocas de San Juan. Algunas eran de piñones, otras de crema o de cabello de ángel. El techo estelar se inundaba de fuegos artificiales, habría música por doquier y la noche más corta del año se convertiría en la más larga para muchos jóvenes y no tan jóvenes que buscaban diversión, música y alguien con quien revolcarse en la arena de las playas del Mediterráneo para luego alcanzar juntos y confundidos —muchos gracias al alcohol— el amanecer.
Estaba más ilusionado por la llegada de esa festividad que por la de su cumpleaños. Faltaban dos días para que él cumpliera veintidós años. Veintidós años. Un escalofrío recorrió su columna vertebral erizándole los pelos de la nuca y borrando la sonrisa que había aparecido divertida en sus labios. Se abrazó a sí mismo, frotándose los brazos y logrando entrar en calor de nuevo.
Dio media vuelta para dirigirse a su cama, no sin antes pararse enfrente de su tocador e inspeccionar su cuerpo y su cara. Dejó a Coco en el suelo y él se fue directo a morder un ratón de peluche, su juguete particular.
JungMin llevaba un pijama de short y camiseta de tela larga, ambas partes de color azul oscuro. Su piel bronceada vestía un cuerpo sencillamente perfecto. Un cuerpo estilizado y en forma por el gimnasio, sin ápice de grasa, abdominales apenas marcados y largas y moldeadas piernas con un toque de músculo. Pero no era el cuerpo lo que más llamaba la atención de él, sino su rostro. El rostro que aparecía en el espejo era la reencarnación del embrujo y la atracción. Una cabellera azabache solo un poco larga estaba totalmente despeinada haciendolo ver relajado. Las cejas del mismo color, perfectamente arqueadas y sexys. Sus ojos eran de un color azul cristalino que a veces era imposible de definir, enmarcados por unas largas y espesas pestañas negras extensas y rizadas, esos altos pómulos ligeramente tintados de un rosa pálido. Su nariz fina y elegante como un botón. Sus labios gruesos dibujaban un arco perfecto y volvían locos de deseo a sus compañeros de universidad. Más de uno había intentado probarlos, sin mucho éxito, incluso algunas mujeres que no estaban enteradas de hacia donde iba su brújula. El inferior igual o un poco más relleno que el superior pedía a gritos que lo mordieran y lo succionaran hasta decir basta. Con una sonrisa, recordando a sus amigos, que más de una vez borrachos le habían pedido un beso por compasión, alzó la barbilla y deslizó su dedo índice por el pequeño y gracioso hoyuelo en su mejilla derecha. Su amiga Airlia le había mencionado que tener un hoyuelo en la mejilla derecha significaba belleza y armonía física. No sabía si era cierto, pero éxito tenía, no había duda.
Acariciándose ese peculiar rasgo, pensó en su madre. ¿Habría tenido ella esa marca? Puesto que no llegó a conocerla, no lo sabía.
Debió de ser hermosísima, porque a su padre no se parecía en nada, de eso estaba seguro. A lo mejor no conseguía encontrar ningún parecido con él porque Danail siempre estaba de mal humor, con el ceño fruncido y la mirada ensombrecida. Tal vez si el hombre se relajara más cuando estaba con él… Imposible.
Desechó esa idea al instante. No iba a engañarse, Él debía de ser calcado a su madre. El no tener ninguna foto ni recuerdo de ella le hacía difícil sacar conclusiones, pero su intuición le decía que así debía de ser.
Su madre… Cuánta falta le había hecho durante esos casi veintidós años que estaba a punto de cumplir. Danail le había contado que Phoebe murió dándole a luz. Las cosas se complicaron, perdió mucha sangre debido a los desgarros. La hemorragia la dejó seca, le había dicho sin pizca de tacto su padre.
JungMin tardó un tiempo en descubrir el significado de la palabra hemorragia. Con cinco años ya había aprendido a leer perfectamente, así que tomó un diccionario y con sus manitas buscó por la H lo que eso quería decir. Cuando entendió que al nacer él su madre sangró tanto que nadie pudo detenerlo se echó a llorar desconsoladamente y la aflicción le duró meses.
Se iba a sentir culpable durante toda su vida y si no era así su padre ya se encargaría de recordárselo.
Tú la mataste. Tú fuiste el culpable.
JungMin ensombreció la mirada recordando las palabras que su padre había tenido más de una vez hacia él. Inspiró hondo.
—Serás mi padre y todo lo que quieras —susurró mirando fijamente al espejo—, pero eres un cabrón de los grandes.
Tras la muerte de su madre, Danail había quemado y eliminado cualquier fotografía, vídeo o imagen que pudiera recordar a su mujer. Ignorando y siendo indiferente a si su hijo alguna vez hubiese querido tener un recuerdo de ella.
Por supuesto que él quería tener uno y no sólo uno, sino miles de recuerdos de la mujer que le dio a luz. Pero su padre se lo había privado, lo mismo que muchas otras cosas igual de importantes como el cariño, el amor y el calor de una familia. Aunque sólo fuesen dos. Él y su progenitor.
Jamás le había demostrado que lo apreciaba, jamás escuchó un te quiero, hijo. Si bien era cierto que no le faltaba de nada materialmente, tenía todo lo que quería. Trabajaba en la empresa de su padre como vínculo de relaciones externas. Tenía un muy buen sueldo con el que permitirse cualquier capricho sin necesidad de pedir nada a nadie. Él se había pagado la universidad y también su coche, un BMW I8 descapotable de color gris plata que lo tenía fascinado.
Sabía hablar varios idiomas, como el español, catalán, inglés, ruso, coreano y francés. Su padre tenía una empresa de materiales y productos para salas de operaciones y hospitales, así que necesitaba a alguien que pudiese comunicarse a nivel comercial con todo el mundo. Lo más novedoso, lo más nuevo, Danail lo creaba y lo vendía. Tocaba desde instrumentación quirúrgica hasta fórmulas de nuevas vacunas. Él era el encargado, mediante sus enlaces, de recibir y distribuir las sustancias y los aparatos.
En el trabajo se dirigían la palabra lo justo. Por la mañana, en la empresa familiar y por la tarde en la universidad. Así era su vida desde hacía cinco años.
Estaba escaso de vínculo afectivo en su casa, no le había quedado más remedio que aprender a vivir con ello y tejer esos vínculos fuera de las paredes de su hogar, desde bien pequeñito.
En el colegio y en la universidad había hecho grandes amigos. Pero mantenía y mimaba a los de siempre, Airlia y JaeSang. Ellos eran sus dos pilares. Pilares no. Hermanos para él, mejor dicho. Se conocían desde la escuela, eran inseparables.
Y luego estaba su médico, Giovanni, que desde hacía cinco años, tras la muerte de su anterior doctor, el señor Matteo, llevaba el control a diario de su diabetes. Venía cada noche, controlaba su azúcar en la sangre y le suministraba insulina.
Él odiaba las agujas y su padre evitaba tener contacto íntimo con él, así que tenía a su médico particular que lo cuidaba, lo pinchaba y luego se iba. La intimidad que compartían en su habitación, mientras le hacía la revisión médica les había hecho trabar una buena amistad.
La canción de For The Night empezó a sonar distrayéndolo de sus pensamientos. Se dio la vuelta dirigiéndose hacia el bolso Prada que había dejado colocado sobre la silla. Tomó su Iphone 11 pro blanco y lo prendió al ver que ponía Airlia llamando. Le encantaban todas esas cosas bonitas y vistosas.
—Hello —dijo una voz al otro lado del teléfono. Era Airlia.
—Hola, loca.
—Tengo noticias que darte.
JungMin tomó asiento y se colocó las zapatillas de estar por casa en forma de Tiburon.
—Dispara.
—JaeSang y yo hemos decidido que no nos vas a dejar tirados todo el verano mientras tú estás de compras masivas en Londres.
JungMin sonrió ante la expectativa.
—Ya sabes que yo no compro masivamente— contestó acariciando la cabeza del Tiburón.
—Puede que esa no sea tu intención, pero lo harás si nosotros dos te acompañamos.
—¿Vendrán conmigo en el verano? —agrandó los ojos y levantó las cejas ilusionado.
—¿Tú qué crees? Alguien tiene que sacarte a los bichos indeseables de encima. Serías un cervatillo rodeado de lobos. Pero no te preocupes, nosotros te pervertiremos, ejem… Digo protegeremos.
JungMin se echó a reír. Cómo le gustaban sus amigos. Airlia era maravillosa, siempre le arrancaba alguna que otra sonrisa.
—¿Qué? ¿No dices nada? —le recriminó Airlia—. Nada como… Te quiero Airlia, es genial Airlia eres un amor…
—Es fantástico. Y sí, te quiero mucho, rara.
—Eso está mejor. ¿Está por ahí el Dr. Vitale?
—No, todavía es pronto para que llegue.
—Dale mi teléfono, por Dios. Y yo te diré si es o no es gay.
—Eres una lagarta incorregible.
—Por eso me adoras. Te dejo, voy a entrar en un parking y no tengo cobertura. Mañana te llamo.
—Ok. Bye.
—Besitos.