CAPITULO 1
Había dos cosas en esta vida que me asustaban a muerte. Despertarme en mitad de la noche y descubrir el rostro translúcido de un fantasma a mi lado era una de ellas.
No es que fuera muy probable que ocurriera, pero, aun así, solo pensarlo ya era bastante espeluznante. Lo segundo era llegar tarde a una clase abarrotada de gente.
Odiaba con todas mis fuerzas llegar tarde.
Odiaba que la gente se diera la vuelta y me mirara, cosa que todo el mundo hacía en cuanto llegabas un minuto más tarde de que la clase hubiese empezado.
Por eso era por lo que había calculado en Google durante el fin de semana la
distancia entre mi apartamento en la Universidad y el aparcamiento destinado a los estudiantes, hasta el último detalle.
Y de hecho me hice la ruta en coche dos veces el domingo para asegurarme de que Google me estaba indicando el camino correcto.
Dos kilómetros, para ser exactos.
Cinco minutos en coche.
Incluso salí de mi casa con un cuarto de hora de antelación para poder llegar diez minutos antes de que comenzara mi clase de las nueve y diez.
Con lo que no contaba fue con el atasco de un kilómetro que llegaba hasta la señal de stop, porque Dios nos librara de poner un solo semáforo en una ciudad histórica, ni tampoco con el hecho de que no quedaba un solo sitio libre para aparcar en el campus.
Tuve que dejar el coche en la estación de tren que había al lado, y desperdicié mi valioso tiempo buscando monedas sueltas para el parquímetro.
«Si insistes en irte a la otra punta del país, por lo menos quédate en una de las residencias. Tienen residencias allí, ¿verdad?».
La voz de mi madre atravesó mis pensamientos mientras me detenía enfrente del pabellón de ciencias Robert Byrd, sin aliento después de haber subido corriendo la cuesta más empinada y más inoportuna de la historia.
Por supuesto había optado por no quedarme en una residencia, porque sabía que en algún momento mis padres se presentarían sin avisar y empezarían a hablar y empezarían a juzgar y preferiría darme de golpes antes que someter a ese espectáculo a
algún inocente espectador.
En vez de eso, utilicé mi dinero, ganado con mi sangre, para alquilar un apartamento de dos habitaciones cerca del campus.
Al señor y a la señora Morgansten les había parecido una idea horrible.
Y eso me había hecho realmente feliz.
Pero ahora me estaba medio arrepintiendo de mi pequeño acto de rebeldía, porque mientras me apresuraba a entrar en el edificio de ladrillo con aire acondicionado para
escaparme del calor pegajoso de esa mañana de finales de agosto, ya eran las nueve y once minutos y mi clase de astronomía estaba en el segundo piso.
¿Y por qué diablos habría escogido astronomía? ¿Quizá porque la idea de aguantar otra clase de biología me hacía tener ganas de vomitar? Sí. Era por eso.
Apresurándome a subir por la espaciosa escalera, atravesé corriendo la puerta de doble hoja y me estampé contra una pared.
Me tambaleé hacia atrás, agitando los brazos como si fuera un guardia de tráfico zumbado. Mi bandolera, llena hasta los topes, se me resbaló, provocando que me empezara a caer hacia ese lado. El pelo me tapó la cara, una cortina de color castaño que hizo que todo se volviera oscuro mientras mi equilibrio peligraba.
Ay, Dios mío, me estaba cayendo. No había manera de pararlo. En mi mente bailaron imágenes de cuellos rotos. Esto iba a ser espant…
Algo fuerte y duro me rodeó la cintura, deteniendo mi caída en picado. Mi bolso alcanzó el suelo, desparramando los carísimos libros y los bolígrafos por todo el reluciente suelo. ¡Mis bolis! Mis preciosos bolígrafos, por todas partes. Un segundo después estaba apoyado en la pared.
Una pared extrañamente caliente.
Una pared a la que se le escapó una risa.
—Vaya —dijo una voz grave—. ¿Estás bien, corazón?
Una pared que definitivamente no era una pared. Era un chico. Mi corazón se detuvo, y durante un angustioso momento la ansiedad me aplastó, y no podía ni hablar ni moverme.
Retrocedí cinco años. Atrapado. No me podía mover. El aire se me escapó
de los pulmones en una oleada dolorosa, mientras empezaba a sentir escalofríos en el cuello y la espalda. Todos los músculos en tensión.
—Hey —la voz se volvió más dulce, con una pizca de preocupación—, ¿estás bien?
Me obligué a respirar hondo, solamente respirar. Necesitaba respirar. Inhalar.
Exhalar. Lo había estado practicando una y otra vez durante cinco años. Ya no tenía catorce. No estaba allí. Estaba aquí, a todo un país de distancia.
Unos dedos bajo mi barbilla, obligándome a levantar la cabeza. Unos deslumbrantes ojos azules, rodeados de espesas pestañas, fijos en los míos. Un azul tan vibrante y eléctrico, ofreciendo un contraste tan marcado con sus negras pupilas, que me pregunté si eran de verdad.
Y entonces me di cuenta.
Un chico me estaba abrazando. Nunca me había abrazado un chico. Y no contaba esa vez, porque esa vez no contaba para nada, y ahora estaba ceñido a él, mis piernas contra sus piernas, mi pecho junto al suyo.
Como si estuviéramos bailando. Mis
sentidos se colapsaron al oler el ligero rastro de su colonia. Vaya. Olía bien, como si costara mucho dinero, como la suya…
La indignación se apoderó de mí de repente, una sensación tan familiar, tan dulce, que eliminó mi confusión y mis viejos miedos. Me aferré a ella con desesperación y pude encontrar mi voz.
—Suéltame. Ahora. Mismo.
Ojos Azules dejó caer sus brazos inmediatamente. Como no estaba preparada para mi repentina falta de apoyo, me balanceé hacia un lado, recuperando el equilibrio antes de tropezarme con mi propio bolso.
Con la respiración agitada, como si acabara de correr un par de kilómetros, me aparté el cabello de la frente y por fin pude mirar detenidamente a Ojos Azules.
Por el amor de Dios, Ojos Azules estaba…
Estaba muy bueno, en todas las maneras que hacen que los chicos se comporten de forma estúpido. Era alto, me sacaría una cabeza o quizá dos, y tenía los hombros anchos, pero la cintura estrecha.
Un cuerpo de atleta, como el de un nadador. El pelo, ondulado y oscuro, le cubría la frente, rozando sus cejas a juego. Unos pómulos marcados y una boca amplia y expresiva completaban la oferta con todo incluido para que a los chicos se les cayera la baba. Y con esos ojos de color zafiro, por favor…
¿Quién habría pensado que un lugar que se llamaba Seúl pudiera esconder a alguien así?
Y yo me había estampado contra él. Literalmente. Qué bien.
—Lo siento. Tenía prisa por llegar a clase. Llego tarde y…
Sus labios se curvaron en una sonrisa al tiempo que se arrodillaba. Empezó a recoger mis cosas y durante un breve instante tuve ganas de llorar.
Podía sentir cómo los sollozos se acumulaban en mi garganta. Ya llegaba muy tarde, no había modo de entrar en esa clase y era mi primer día. Qué fracaso.
Me agaché y dejé que el pelo me cubriese la cara mientras recuperaba mis bolígrafos.
—No tienes por qué ayudarme.
—No es molestia. —Recogió un folio y le echó un vistazo—. ¿Astronomía 101? Yo también voy para allá.
Genial. Durante todo el semestre, tendría que ver por los pasillos al chico que casi había matado.
—Llegas tarde —le dije, sin mucha convicción—. De verdad que lo siento.
Con todos mis libros y mis bolis metidos otra vez en el bolso, se enderezó mientras me lo tendía.
—No pasa nada. —Volvió a desplegar su sonrisa curvada, revelando un hoyuelo en la mejilla izquierda, aunque no existía el equivalente en la derecha—. Estoy acostumbrado a que los chicos se me echen encima.
Parpadeé, pensando que a lo mejor no había entendido bien al tío bueno de los ojos azules, porque era casi imposible que hubiese dicho algo tan lamentable.
Pues sí, y no había acabado.
—Aunque atacarme por la espalda es nuevo. Pero me ha gustado, no te creas.
Le repliqué mientras notaba que las mejillas me ardían.
—No era mi intención atacarte por la espalda, ni abalanzarme sobre ti.
—Ah, ¿no? —La curva de su sonrisa permaneció intacta—. Vaya, qué pena. Si fuera así, habría sido el mejor primer día de clase de la historia.
No supe qué decirle, mientras aferraba el bolso contra mi pecho. De donde yo venía, los chicos no habían intentado coquetear conmigo.
La mayoría de ellos ni siquiera se
habían atrevido a mirarme en el instituto; y los pocos que lo hacían, bueno, digamos que no estaban flirteando.
La mirada de Ojos Azules se desvió al folio que llevaba en la mano.
—¿Park Jimin?
Mi corazón dio un salto.
—¿Cómo es que sabes mi nombre?
Ladeó la cabeza al tiempo que su sonrisa se hacía más grande.
—Está en tu horario.
—Ah. —Me retiré los mechones ondulados de pelo de la frente, sofocado. Me tendió el horario y lo cogí, metiéndolo después en el bolso.
Sentí toda la incomodidad del mundo mientras manejaba con torpeza la correa de mi bandolera.
—Mi nombre es Jeon Jungkook —se presentó Ojos Azules—. Pero todo el
mundo me llama Kook.
Kook. Saboreé el nombre, me gustaba.
—Gracias otra vez, Kook.
Se agachó para coger una mochila negra en la que hasta entonces no me había fijado.
Varios rizos oscuros se le cayeron sobre la frente y, al enderezarse, se los apartó con la mano.
—Bueno, hagamos nuestra entrada triunfal.
Mis pies se quedaron pegados al suelo mientras él se daba la vuelta y recorría el par de metros que nos separaban de la puerta cerrada del aula 205.
Con la mano en el picaporte, miró hacia atrás, esperando.
No podía hacerlo. No tenía nada que ver con el hecho de que casi había atropellado al que era probablemente el tío más atractivo del campus.
No podía entrar en esa clase y provocar que todo el mundo se girase para mirarme. Ya había tenido suficiente los últimos cinco años, siendo el centro de atención allá donde fuera.
Gotas de sudor me humedecieron la frente. El estómago se me hizo un nudo mientras daba un paso hacia
atrás, lejos de esa clase y de Kook. Se dio la vuelta, frunciendo el ceño mientras una expresión de curiosidad se abría paso en esa cara tan extraordinaria.
—Vas en la dirección equivocada, corazón.
Había estado yendo en la dirección equivocada la mitad de mi vida, por lo que parecía.
—No puedo.
—¿No puedes qué? —Dio un paso hacia mí.
Y entonces salí huyendo. De hecho me di la vuelta y corrí como si el premio fuese la última taza de café que quedara en el mundo.
Mientras llegaba a esa puñetera puerta de doble hoja, oí que me llamaba, pero seguí corriendo.
La cara me estaba ardiendo mientras me apresuraba a bajar las escaleras. Al salir del pabellón de ciencias, ya estaba sin aliento.
Mis piernas siguieron moviéndose automáticamente hasta un banco que había enfrente de la biblioteca, el edificio más cercano. La luz del sol de primera hora de la mañana me pareció demasiado deslumbrante al alzar la cabeza y cerrar con fuerza los ojos.
Vaya.
Qué manera de causar la primera impresión en una ciudad nueva, en una escuela nueva…, en una vida nueva. Me había mudado a más de mil kilómetros de distancia para empezar de cero y ya lo había estropeado, en cuestión de minutos.
No es que fuera muy probable que ocurriera, pero, aun así, solo pensarlo ya era bastante espeluznante. Lo segundo era llegar tarde a una clase abarrotada de gente.
Odiaba con todas mis fuerzas llegar tarde.
Odiaba que la gente se diera la vuelta y me mirara, cosa que todo el mundo hacía en cuanto llegabas un minuto más tarde de que la clase hubiese empezado.
Por eso era por lo que había calculado en Google durante el fin de semana la
distancia entre mi apartamento en la Universidad y el aparcamiento destinado a los estudiantes, hasta el último detalle.
Y de hecho me hice la ruta en coche dos veces el domingo para asegurarme de que Google me estaba indicando el camino correcto.
Dos kilómetros, para ser exactos.
Cinco minutos en coche.
Incluso salí de mi casa con un cuarto de hora de antelación para poder llegar diez minutos antes de que comenzara mi clase de las nueve y diez.
Con lo que no contaba fue con el atasco de un kilómetro que llegaba hasta la señal de stop, porque Dios nos librara de poner un solo semáforo en una ciudad histórica, ni tampoco con el hecho de que no quedaba un solo sitio libre para aparcar en el campus.
Tuve que dejar el coche en la estación de tren que había al lado, y desperdicié mi valioso tiempo buscando monedas sueltas para el parquímetro.
«Si insistes en irte a la otra punta del país, por lo menos quédate en una de las residencias. Tienen residencias allí, ¿verdad?».
La voz de mi madre atravesó mis pensamientos mientras me detenía enfrente del pabellón de ciencias Robert Byrd, sin aliento después de haber subido corriendo la cuesta más empinada y más inoportuna de la historia.
Por supuesto había optado por no quedarme en una residencia, porque sabía que en algún momento mis padres se presentarían sin avisar y empezarían a hablar y empezarían a juzgar y preferiría darme de golpes antes que someter a ese espectáculo a
algún inocente espectador.
En vez de eso, utilicé mi dinero, ganado con mi sangre, para alquilar un apartamento de dos habitaciones cerca del campus.
Al señor y a la señora Morgansten les había parecido una idea horrible.
Y eso me había hecho realmente feliz.
Pero ahora me estaba medio arrepintiendo de mi pequeño acto de rebeldía, porque mientras me apresuraba a entrar en el edificio de ladrillo con aire acondicionado para
escaparme del calor pegajoso de esa mañana de finales de agosto, ya eran las nueve y once minutos y mi clase de astronomía estaba en el segundo piso.
¿Y por qué diablos habría escogido astronomía? ¿Quizá porque la idea de aguantar otra clase de biología me hacía tener ganas de vomitar? Sí. Era por eso.
Apresurándome a subir por la espaciosa escalera, atravesé corriendo la puerta de doble hoja y me estampé contra una pared.
Me tambaleé hacia atrás, agitando los brazos como si fuera un guardia de tráfico zumbado. Mi bandolera, llena hasta los topes, se me resbaló, provocando que me empezara a caer hacia ese lado. El pelo me tapó la cara, una cortina de color castaño que hizo que todo se volviera oscuro mientras mi equilibrio peligraba.
Ay, Dios mío, me estaba cayendo. No había manera de pararlo. En mi mente bailaron imágenes de cuellos rotos. Esto iba a ser espant…
Algo fuerte y duro me rodeó la cintura, deteniendo mi caída en picado. Mi bolso alcanzó el suelo, desparramando los carísimos libros y los bolígrafos por todo el reluciente suelo. ¡Mis bolis! Mis preciosos bolígrafos, por todas partes. Un segundo después estaba apoyado en la pared.
Una pared extrañamente caliente.
Una pared a la que se le escapó una risa.
—Vaya —dijo una voz grave—. ¿Estás bien, corazón?
Una pared que definitivamente no era una pared. Era un chico. Mi corazón se detuvo, y durante un angustioso momento la ansiedad me aplastó, y no podía ni hablar ni moverme.
Retrocedí cinco años. Atrapado. No me podía mover. El aire se me escapó
de los pulmones en una oleada dolorosa, mientras empezaba a sentir escalofríos en el cuello y la espalda. Todos los músculos en tensión.
—Hey —la voz se volvió más dulce, con una pizca de preocupación—, ¿estás bien?
Me obligué a respirar hondo, solamente respirar. Necesitaba respirar. Inhalar.
Exhalar. Lo había estado practicando una y otra vez durante cinco años. Ya no tenía catorce. No estaba allí. Estaba aquí, a todo un país de distancia.
Unos dedos bajo mi barbilla, obligándome a levantar la cabeza. Unos deslumbrantes ojos azules, rodeados de espesas pestañas, fijos en los míos. Un azul tan vibrante y eléctrico, ofreciendo un contraste tan marcado con sus negras pupilas, que me pregunté si eran de verdad.
Y entonces me di cuenta.
Un chico me estaba abrazando. Nunca me había abrazado un chico. Y no contaba esa vez, porque esa vez no contaba para nada, y ahora estaba ceñido a él, mis piernas contra sus piernas, mi pecho junto al suyo.
Como si estuviéramos bailando. Mis
sentidos se colapsaron al oler el ligero rastro de su colonia. Vaya. Olía bien, como si costara mucho dinero, como la suya…
La indignación se apoderó de mí de repente, una sensación tan familiar, tan dulce, que eliminó mi confusión y mis viejos miedos. Me aferré a ella con desesperación y pude encontrar mi voz.
—Suéltame. Ahora. Mismo.
Ojos Azules dejó caer sus brazos inmediatamente. Como no estaba preparada para mi repentina falta de apoyo, me balanceé hacia un lado, recuperando el equilibrio antes de tropezarme con mi propio bolso.
Con la respiración agitada, como si acabara de correr un par de kilómetros, me aparté el cabello de la frente y por fin pude mirar detenidamente a Ojos Azules.
Por el amor de Dios, Ojos Azules estaba…
Estaba muy bueno, en todas las maneras que hacen que los chicos se comporten de forma estúpido. Era alto, me sacaría una cabeza o quizá dos, y tenía los hombros anchos, pero la cintura estrecha.
Un cuerpo de atleta, como el de un nadador. El pelo, ondulado y oscuro, le cubría la frente, rozando sus cejas a juego. Unos pómulos marcados y una boca amplia y expresiva completaban la oferta con todo incluido para que a los chicos se les cayera la baba. Y con esos ojos de color zafiro, por favor…
¿Quién habría pensado que un lugar que se llamaba Seúl pudiera esconder a alguien así?
Y yo me había estampado contra él. Literalmente. Qué bien.
—Lo siento. Tenía prisa por llegar a clase. Llego tarde y…
Sus labios se curvaron en una sonrisa al tiempo que se arrodillaba. Empezó a recoger mis cosas y durante un breve instante tuve ganas de llorar.
Podía sentir cómo los sollozos se acumulaban en mi garganta. Ya llegaba muy tarde, no había modo de entrar en esa clase y era mi primer día. Qué fracaso.
Me agaché y dejé que el pelo me cubriese la cara mientras recuperaba mis bolígrafos.
—No tienes por qué ayudarme.
—No es molestia. —Recogió un folio y le echó un vistazo—. ¿Astronomía 101? Yo también voy para allá.
Genial. Durante todo el semestre, tendría que ver por los pasillos al chico que casi había matado.
—Llegas tarde —le dije, sin mucha convicción—. De verdad que lo siento.
Con todos mis libros y mis bolis metidos otra vez en el bolso, se enderezó mientras me lo tendía.
—No pasa nada. —Volvió a desplegar su sonrisa curvada, revelando un hoyuelo en la mejilla izquierda, aunque no existía el equivalente en la derecha—. Estoy acostumbrado a que los chicos se me echen encima.
Parpadeé, pensando que a lo mejor no había entendido bien al tío bueno de los ojos azules, porque era casi imposible que hubiese dicho algo tan lamentable.
Pues sí, y no había acabado.
—Aunque atacarme por la espalda es nuevo. Pero me ha gustado, no te creas.
Le repliqué mientras notaba que las mejillas me ardían.
—No era mi intención atacarte por la espalda, ni abalanzarme sobre ti.
—Ah, ¿no? —La curva de su sonrisa permaneció intacta—. Vaya, qué pena. Si fuera así, habría sido el mejor primer día de clase de la historia.
No supe qué decirle, mientras aferraba el bolso contra mi pecho. De donde yo venía, los chicos no habían intentado coquetear conmigo.
La mayoría de ellos ni siquiera se
habían atrevido a mirarme en el instituto; y los pocos que lo hacían, bueno, digamos que no estaban flirteando.
La mirada de Ojos Azules se desvió al folio que llevaba en la mano.
—¿Park Jimin?
Mi corazón dio un salto.
—¿Cómo es que sabes mi nombre?
Ladeó la cabeza al tiempo que su sonrisa se hacía más grande.
—Está en tu horario.
—Ah. —Me retiré los mechones ondulados de pelo de la frente, sofocado. Me tendió el horario y lo cogí, metiéndolo después en el bolso.
Sentí toda la incomodidad del mundo mientras manejaba con torpeza la correa de mi bandolera.
—Mi nombre es Jeon Jungkook —se presentó Ojos Azules—. Pero todo el
mundo me llama Kook.
Kook. Saboreé el nombre, me gustaba.
—Gracias otra vez, Kook.
Se agachó para coger una mochila negra en la que hasta entonces no me había fijado.
Varios rizos oscuros se le cayeron sobre la frente y, al enderezarse, se los apartó con la mano.
—Bueno, hagamos nuestra entrada triunfal.
Mis pies se quedaron pegados al suelo mientras él se daba la vuelta y recorría el par de metros que nos separaban de la puerta cerrada del aula 205.
Con la mano en el picaporte, miró hacia atrás, esperando.
No podía hacerlo. No tenía nada que ver con el hecho de que casi había atropellado al que era probablemente el tío más atractivo del campus.
No podía entrar en esa clase y provocar que todo el mundo se girase para mirarme. Ya había tenido suficiente los últimos cinco años, siendo el centro de atención allá donde fuera.
Gotas de sudor me humedecieron la frente. El estómago se me hizo un nudo mientras daba un paso hacia
atrás, lejos de esa clase y de Kook. Se dio la vuelta, frunciendo el ceño mientras una expresión de curiosidad se abría paso en esa cara tan extraordinaria.
—Vas en la dirección equivocada, corazón.
Había estado yendo en la dirección equivocada la mitad de mi vida, por lo que parecía.
—No puedo.
—¿No puedes qué? —Dio un paso hacia mí.
Y entonces salí huyendo. De hecho me di la vuelta y corrí como si el premio fuese la última taza de café que quedara en el mundo.
Mientras llegaba a esa puñetera puerta de doble hoja, oí que me llamaba, pero seguí corriendo.
La cara me estaba ardiendo mientras me apresuraba a bajar las escaleras. Al salir del pabellón de ciencias, ya estaba sin aliento.
Mis piernas siguieron moviéndose automáticamente hasta un banco que había enfrente de la biblioteca, el edificio más cercano. La luz del sol de primera hora de la mañana me pareció demasiado deslumbrante al alzar la cabeza y cerrar con fuerza los ojos.
Vaya.
Qué manera de causar la primera impresión en una ciudad nueva, en una escuela nueva…, en una vida nueva. Me había mudado a más de mil kilómetros de distancia para empezar de cero y ya lo había estropeado, en cuestión de minutos.