CAPITULO 1
Park Jimin era hermoso y lo sabía.
Era muy consciente del aspecto que tenía, apoyado contra la baranda de la cubierta del Auna Creer, con la brisa que le revolvía el cabello y el sol poniente que convertía en una llama el esplendor dorado rojizo de ese cabello.
El aire puntante del mar le golpeaba las mejillas y los ojos azules chispeaban.
Sólo tenía diecisiete años y durante toda su breve vida lo consintieron y protegieron.
La madre había muerto diez años antes y fue criado por una niñera y una sucesión de gobernantes cuyo único deber era enseñar al joven pupila las cosas que, en 1842, eran importantes para un joven: tocar el arpa y el piano, pintar acuarelas insípidas, hablar francés tan bien como la lengua nativa, parecer dulce, tontuelo e infantil todo el tiempo.
En este último aspecto, los institutrices sólo lo lograban en parte, pues si bien Jimin era capaz de cumplir el papel de joven bien educado cuando le convenía, en caso contrario era un verdadero marimacho.
Más de un gobernante había huido hecho un mar de lágrimas por sus explosiones, jurando no volver, lo que en opinión de Jimin daba igual.
No deseaba aprender nada de lo que contenían los libros.
¡Quería vivir la vida, no leer acerca de él!
—¡Ese muchacho es un ignorante! —había bufado el padre, indignado, en una ocasión, sin faltar un ápice a la verdad.
Jimin mantenía una suprema indiferencia ante los reiterados esfuerzos de los disüntos institutrices para meter algún rudimento de educación en esa cabecita impertinente.
El sufrido padre, al descubrir que en lo único que aplicaba lo aprendido era.
Al conocer esos planes Jimin lloró y pataleó, pero cuando el padre se decidía era tan terco como él.
Al fin, el muchacho se cansó y el padre, con ayuda del niñera, logró convencerlo de la conveniencia del plan.
Era cierto: le encantaría ser presentado a la reina Victoria, quien en el quinto año de reinado tenía veintitrés años y, por lo tanto, no era mucho mayor que el propio Jimin.
Pero Inglaterra estaba muy lejos y ya hacía casi siete años que se habían marchado.
¿Y si los hombres no lo encontraban atractivo?
Tal vez en Londres la moda fuesen los morenos y no los rubios encantadores.
El padre y el niñera, cada uno a su modo, le aseguraron que su belleza fuera de lo común saldría airoso de cualquier comparación y Jimin se dejó convencer.
Desde el principio de la adolescencia era una beldad famosa y ni se le pasaba por la imaginación que algún hombre no lo admirase.
Una vez capeado el temporal de las objeciones, el conde suspiró aliviado y se dijo que cuando se reuniese con su hijo en Inglaterra tendría que ocuparse de corregir sus caprichos.
Después se concentró en hacer los arreglos para el viaje del muchacho, cosa nada fácil en esas épocas turbulentas.
En los últimos tiempos se hablaba mucho de una banda de piratas que asolaba las aguas portuguesas y hacía presa de los buques que no iban armados.
El conde se estremecía ante la idea de que su hijo cayese en manos de sujetos que no tendrían contemplaciones por la inocencia y la posición elevada del joven.
Cuando el conde oyó mencionar a un amigo que el Anna Creer zarparía pronto hacia Inglaterra, le pareció una respuesta á sus plegarias.
El Anna Creer, en préstamo de Inglaterra a la Armada portuguesa, estaba blindado y con artillería.
¡Ningún pirata se atrevería a atacar un buque tan formidable!
Fue asombrosamente fácil disponer del pasaje de Jimin abordó.
Formó parte de un reducido grupo de pasajeros del barco que, hasta ese viaje sólo realizaba operaciones militares.
Ni el conde ni el hijo se preguntaron por qué, de pronto, al Anna Creer se le permitía transportar civiles.
Llegado el momento, Jimin se separó del padre casi sin escrúpulos: ya estaba muy entusiasmado ante la perspectiva de tomar por asalto la sociedad londinense como para entristecerse por dejar a un padre al que, de todos modos, veía bastante poco.
Además, ya lo vería en Inglaterra; además, sir Thomas le aseguró que adoraría a la tía Elizabeth en cuanto la conociera.
Quedó claro, desde el principio, que Martha acompañaría al joven amo.
Con él, Jimin no sentiría añoranzas del hogar y el conde estaba seguro de que lo dejaba en buenas manos.
Dos semanas después, con el Auna Creer ya en altamar, Jimin maldecía el día en que había aceptado hacer ese viaje: estaba tan aburrido que se le saltaban las lágrimas.
Los otros pasajeros eran piezas de museo y al capitán le interesaba más la navegación del buque que coquetear con el joven más bello de abordó.
Jimin había probado sus encantos con varios miembros de la tripulación, algunos bastante atractivos a su modo, pero Martha siempre estaba cerca para estropearle la diversión.
Jimin suspiró, apoyó la barbilla en las manos y miró desconsolado por encima de la baranda.
¡Si al menos pasara algo, cualquier cosa que aliviase ese aburrimiento espantoso!
El sol hizo brillar un hilo del traje, azul como la cola de un pavo real, y Jimin lo contempló, distraído.
"En verdad", pensó, "es un bello traje", y alisó la manga admirando la elegancia con que la cascada de encajes de los puños le caía sobre las manos.
Era uno de sus preferidos.
El profundo azul verdoso de la tela hacía que sus ojos pareciesen oscuros y misteriosos como el mar, y que el traje entallado acentuara la estrechez de la cintura.
No era de extrañar que atrajese la atención de casi todos los marineros atareados en cubierta con diversas tareas.
Impaciente, Jimin golpeteó el pie contra la cubierta, comenzó abalancearse arriba y abajo al ritmo del golpeteo.
Un marinero rubio y robusto que estaba enrollando una cuerda cerca de él interrumpió la tarea y contempló, embelesado, el espectáculo.
Jimin lo vio por el rabillo del ojo y se dio la vuelta, lanzando una risita gorjeante.
Le sonrió, con provocativas chispas en los ojos azules y empezó a hablar.
Pero antes de que pudiese decir una palabra, una mano rolliza le tiró de la manga:
—Vamos, señorito Jimin, no tiene que hablar con los rudos marineros.
Silenciosa como un gato, Martha había aparecido tras él.
—¿Qué dirá su papá? Además, usted mismo sabe que no tiene nada que ver con ellos. Se casará con un duque o un conde rico, o algo así, cuando lleguemos a Inglaterra.
—¡Oh, Martha, cállate! —regañó Jimin a la anciana de cabello gris que se le colgaba con tanto empeño del brazo—. Hablaré con quien me dé la gana. Además, sólo pensaba preguntarle a este muchacho cuánto falta para llegar a Inglaterra.
—Falta al menos una semana, señor —dijo el marinero, sonriendo a Jimin e ignorando el entrecejo de Martha.
—¡Otra semana! —suspiró Jimin, bajando con recato las pestañas oscuras y haciendo que aparecieran sus hoyuelos—. ¡Parece eterno! ¡Y los viajes por mar son tan aburridos...! Quisiera que hubiese algo en qué ocupar el tiempo.
Sonrió al marinero, quien a su vez le retribuyó con otra sonrisa descarada.
—¡Vamos, señorito Jimin, deje de hablar así! —exclamó Martha, escandalizada por el comportamiento atrevido de su pupila.
Tomó con firmeza el brazo del muchacho e intentó alejarlo, pero Jimin se resistió indignado y, en su desesperación, Martha se volvió hacia el sonriente marinero.
—Y usted, marinero, si no se ocupa de lo suyo y deja de molestar a jóvenes inocentes, se lo diré al capitán. ¡Eso haré!
El marinero le hizo una mueca y abrió la boca para decir lo que sin duda, a juicio de Jimin, sería una réplica airosa.
Lamentablemente, un grito lo interrumpió;
—¡Barco a la vista! —dijo una voz de hombre, desde arriba.
—¿Dónde? —preguntó al unisono un coro de voces.
—¡A la altura de la proa de babor! —retumbó la respuesta; de inmediato, todos los que estaban en cubierta miraron a la izquierda, a través del mar abierto.
Jimin se puso de puntillas y forzó la vista para divisar el buque que se aproximaba.
No pudo ver más que una extensión interminable de agua, sólo quebrada por las crestas espumosas de las olas suaves.
El horizonte, encendido por el sol poniente, tenía un intenso color naranja y Jimin se convenció de que no había ningún barco a la vista.
—Es un error —le dijo a Martha, decepcionada—. No hay nada. Veo hasta el horizonte y no hay nada en absoluto.
El marinero rubio se volvió hacia ella y le sonrió.
—Es difícil que pueda ver algo, señora, pues ese barco está muy lejos. Pero si Dave lo dice, allá hay un barco. Está mucho más alto que nosotros y tiene un catalejo. No creo que nosotros lo divisemos hasta mañana por la mañana, si es que viene hacia aquí.
Al parecer, tenía razón.
Jimin se quedó en cubierta hasta mucho después de que oscureció, con la esperanza de divisar el barco, pero no vio nada.
Por fin, el frío y la insistencia de Martha lo hicieron entrar en el camarote.
Allí se envolvió con una manta y se acurrucó temblando sobre la litera, mientras Martha le preparaba el baño.
Bajo la mirada desaprobadora de la anciana, roció abundantes sales de baño rosadas y luego se sumergió, con deleite, para quitarse el frío con el baño caliente.
Mientras él se bañaba, Martha iba de un lado a otro del camarote, recogiendo la ropa que Jimin había dejado tirada y ordenándola, sin dejar de refunfuñar en voz alta, regañándolo por su atrevimiento al dirigirse a un simple marinero de un modo tan familiar.
—Los dos sabemos que sólo una clase de mujer actuaría así—dijo Martha suspirando y agregó—: Su pobre madre se agitaría en la tumba si viese al hijo comportarse de ese modo.
Ante el regaño, Jimin sonrió apenas, cerró los ojos y se hundió en el agua.
Las protestas de Martha no lo inquietaban en lo más mínimo, estaba acostumbrada a ellas.
Ignoró los murmullos indignados y concentró los pensamientos en lo que se pondría al día siguiente.
Quería lucir lo mejor posible.
Le había gustado conversar ese día con el marinero y ver la admiración en sus ojos.
Al día siguiente, tenía la intención de embrujarlo por completo.
Tal vez se pondría el traje de color prímula...
Se quedó dormido haciendo planes.
Con un traje de seda amarillo claro y los rizos dorado rojizos en la cabeza, Jimin rivalizaba con el sol de la mañana siguiente.
En cuanto terminó su tocado, se apresuró a salir a cubierta para ver si veía aproximarse el barco y lo vio al llegar a la baranda.
Tenia una bella apariencia, a diferencia del navio simple en que ellas viajaban.
A toda vela, la alta proa de la otra embarcación, graciosa como un pájaro, surcaba las olas con facilidad.
Jimin la veía agrandarse y la observaba embelesado, comprendiendo que se acercaba con vertiginosa velocidad al Atina Creer.
—¡Es... tan hermoso! —murmuró, cuando el marinero rubio de la noche anterior se acercó a él.
—Así es —dijo el joven—. Pero el capitán Hogg... Bueno, no recuerda que los franchutes tengan un buque como ése, que navega con bandera francesa. Más bien, se parece a esos nuevos clíper tan veloces, de Nueva Inglaterra, en las colonias. El capitán pide que las damas y jovenes se refugien en los camarotes hasta que estemos seguros. Por las dudas, ¿sabe?
Cuando Jimin se volvió a mirarlo, se encogió, incómodo.
—¿Qué significa "por las dudas"? ¿Qué piensa que es el capitán Hogg? ¡No serán... piratas!, ¿no?
La voz del muchacho se elevó en la última palabra y el marinero lo miró, alarmado.
Ante la posibilidad de un ataque pirata, lo úlúmo que necesitaban era un joven histérico.
Tragó saliva y se apresuró a decir
—No, señor, tal vez no. El capitán sólo quiere cerciorarse... por las dudas... ¿sabe? Lo más probable es que sea un buque nuevo que no conocemos. Pero hasta que nos aseguremos, sería conveniente que las señoras y jovenes se recluyesen en el camarote.
Se volvió hacia Martha, que acababa de subir a cubierta y repitió la advertencia.
Luego, en respuesta a una orden del timonel, se alejó de prisa.
—¡Señorito Jimin, tenemos que bajar de inmediato! —dijo Martha, aferrando el brazo de Jimin y tratando de alejarlo a la fuerza de la borda.
—¡Martha, no me iré a ningún lado, de modo que déjame! —gritó apartando decidido la mano de Martha—. Quiero estar en cubierta para ver qué sucede. Tú sabes que los dos nos volveríamos locos en el camarote, sin saber qué pasa o si es un barco pirata. No, si empiezan los problemas habrá tiempo suficiente para bajar.
Sacudió la cabeza y Martha, bien familiarizada con la terquedad de su pupilo, desistió.
"Sir MinGyu tendría que haber hecho algo respecto de los caprichos de Jimin muchos años antes", pensó.
"¡Ahora, parece que quiere que nos maten a los dos!"
Murmurando indignada, Martha se quedó junto a Jimin.
El barco estaba muy cerca cuando Jimin logró por fin leer el nombre, Marfaríta, pintado en letras negras a través de la proa.
Veía a hombres pequeños como hormigas deslizándose por la cubierta.
En el alcázar, una figura solitaria e inmóvil observaba al Anua Creer por el catalejo.
Bajo la mirada de Jimin, el cuadrado de seda que flotaba en el mástil del Margarita bajó lentamente.
En su lugar izaron una bandera negra que, sin lugar a dudas, era el emblema que le habían descrito en los tranquilos tés de la tarde.
Cuando oyó hablar de la bandera negra y de lo que significaba, Jimin había dicho, orgulloso, que nunca temería a ningún pirata y que, por el contrario, le encantaría conocer a alguno.
En ese instante, el temor era como una banda de hierro que le oprimía la garganta, quitándole el aliento.
—¡Señorito Jimin, son piratas! ¡Piratas! ¡Oh, que Jesús y todos los santos nos amparen! ¿Qué haremos? —La mano de Martha, helada de miedo, le tiraba de la muñeca—. ¡Tenemos que bajar, señorito Jimin! ¡Aquí habrá lucha!
—Espera un minuto, Martha. Tengo que ver... quizá no peleen.
Mientras hablaba, rugió el cañón, un proyectil negro y redondo se elevó en el aire y cayó al agua con estrépito.
—¡Quieren que nos rindamos! —gritaron desde la atalaya.
—¡Si lo hacemos, que los peces se ceben con mis huesos!—rugió el capitán Hogg—. ¡Si quieren pelea, la tendrán!
Bajó del alcázar y se encaminó furioso hacia el cañonero de proa, vociferando órdenes urgentes a sus hombres.
—¡En posición! ¡Cargar ese cañón! ¡Después de esta pelea, esos canallas lamentarán no haberse quedado en casa, recogiendo la cosecha!
El capitán vio a Jimin y a Martha en cubierta, como paralizados, y lanzó un rotundo juramento.
Fue a zancadas hasta ellos y los observó un instante, en silencio.
Cuando habló, fue evidente el esfuerzo que hacía para ser cortés:
—¡Park Jimin, señorita Jameson, deben bajar de inmediato! —De súbito, perdió el control—. ¡Maldición, aquí habrá una batalla de verdad, con cañones y munición! ¿Acaso no tenéis sentido común? ¡Bajad y encerraos en el camarote!
Giró sobre los talones, pues ya no confiaba en mantener la calma.
Martha tiró frenética de la mano de Jimin, al mismo tiempo que resonaba otro cañonazo del barco pirata.
—¡Señorito Jimin, tenemos que bajar! ¡Ya oyó al capitán Hogg! ¡Y comenzaron a disparar! ¡Por favor, señorito Jimin!
Martha estaba aterrada y Jimin la entendió: él mismo estaba muerto de miedo; dejó que lo arrastrara por la portezuela abierta.
Cuando llegaron a la abertura, los cañones de los dos buques sonaron al unisono.
Jimin ahogó un sollozo.
Seria un relato maravilloso para contar en un salón londinense, adoptando un aire modesto con respecto a su propia valentía, pero...
¿Y si los piratas lograban capturar el barco?
¿Los matarían a todos, o quizás algo peor...?
Últimamente, la crueldad sádica de los piratas hacia los pasajeros de los barcos capturados era el tema preferido de conversación entre las damas y jóvenes de la sociedad portuguesa.
Se referían a mujeres o jóvenes a los que se desnudaba y eran violados por una tripulación entera de piratas.
Si eran jóvenes y bonitos, los piratas les permitían vivir hasta que llegaban a un puerto y las dejaban marcharse.
O los tiraban por la borda, después de haberse satisfecho con ellos.
Al oír esos relatos, Jimin sentía que un agradable estremecimiento le recorría la espalda.
Pero ahora... ¡podía sucederle a él!
De pronto, la perspectiva no le pareció excitante... sino aterradora.
—Dios querido —oró—. ¡Por favor, ayúdame! Si me ayudas, seré el más bueno. Aunque no ganarán, por supuesto —se consoló.
Por primera vez agradeció al padre por haber insistido en ponerlo abordó de un buque militar como el Anna Creer.
Sin duda sería imposible que esa tripulación de piratas capturara un navio tan fuertemente armado...
Martha, nerviosa, condujo a Jimin al interior del pequeño camarote que compartían.
Jimin lo cruzó y se sentó sobre una de las literas, mientras Martha se atareaba corriendo el cerrojo y apilando todos los muebles que podía contra la puerta.
Jimin rió a carcajadas: ¡era tan gracioso el espectáculo de los muebles amontonados contra la puerta...!
Martha lo miró con severidad.
—Señorito Jimin, no se pondrá histérico conmigo, ¿verdad? No hay por qué asustarse. Es imposible que esos demonios pongan un pie en este barco.
Mientras Martha hablaba, el ruido de maderas entrechocándose la desmintió: ¡los piratas trataban de abordar el barco!
Se oían gritos roncos y el golpear de los aceros, al tiempo que los piratas lanzaban ganchos de abordaje para sujetar la presa y juntaban en un solo grupo a la tripulación del Anua Greer.
El rugido del cañón sacudió a los dos navios y Jimin sintió que el Alina Creer enfilaba hacia el puerto al mismo tiempo que una bala de cañón daba en el costado.
Luego se oyó un ruido como de lluvia sobre un tejado de hojalata cuando las esquirlas de metal cayeron como granizo sobre la cubierta del Anna Greer.
Los alaridos de los moribundos hicieron palidecer a Jimin y Martha se apresuró a taparle los oídos con las manos.
—Ahora no escuches, mi tesoro. No escuches —lo arrulló, acunando al aterrorizado muchacho entre sus brazos.
El estrépito de la batalla que se libraba arriba se hizo más tremendo.
Jimin estalló en lágrimas y se aferrró a Martha con desesperación, ocultando la cabeza en el amplio pecho de la mujer y sollozando como si tuviera siete años, en lugar de diecisiete.
Martha lo estrechó con fuerza y Jimin sintió un absurdo consuelo pensando en que, si estaba con la niñera, nada podría sucederle.
Pareció que la lucha duraba horas.
En los estrechos confines del camarote, Jimin y Martha perdieron toda noción del tiempo.
Los gritos roncos y el tableteo de las armas las obligaron a meter las cabezas bajo las almohadas.
Por fin, de súbito, se hizo silencio.
•;«!. Tras un prolongado momento de agonía en el que las dos personas se esforzaron por oír algo que les indicara el resultado de la batalla, Jimin se levantó de un salto, abriendo y cerrando los puños.
Tenía que saber.
No soportaba la incertidumbre.
Comenzó a avanzar hacia la puerta como un sonámbulo; Martha se tambaleó tras él y lo sujetó por la cintura, tratando de arrastrarlo otra vez hacia la seguridad de la litera.
—¡Déjame ir! —gritó Jimin—. ¡Tengo que salir de aquí! ¡No puedo soportarlo! ¡Por favor, déjame ir!
Trató de soltarse, pero Martha se aferró a él.
Se oyeron pasos en el pasillo, fuera del camarote.
Los dos se paralizaron, con los ojos y los oídos dirigidos hacia la puerta.
En ambas cabezas surgió la misma pregunta: ¿quién habría ganado, la tripulación de! y lima Creer o los piratas?
Alguien intentaba abrir, haciendo resonar el cerrojo.
—¡Eh, Quincey, está cerrado! ¡Aquí! —dijo una voz ronca de excitación.
Jimin tragó con dificultad y de pronto se le aflojaron las rodillas.
Se dejó caer en la litera, aferrándose a Martha en procura de apoyo.
Por cierto, esa extraña voz nasal no pertenecía a ninguno de los miembros de la tripulación del Anua Creer.
¡Los piratas habían tomado el barco!
—Todo saldrá bien, señorito Jimin —murmuró Martha, con tono decidido—. El buen Señor se ocupará de ello. Usted quédese callado y escóndase en el guardarropas. Martha los mantendrá alejados.
Jimin protestó llorando, pero Martha lo arrastró hasta el alto guardarropas de roble y lo metió dentro.
Jimin se tambaleó y cayó en la oscuridad sofocante: apenas había lugar para estar depie.
Martha cerró el guadarropas y Jimin oyó el chasquido de la cerradura.
Gimió como un animalito asustado y Martha lo tranquilizó en susurros, desde el otro lado de la puerta de madera.
—Todo saldrá bien, mi tesoro. Ya verá. Usted limítese a quedarse callado y a ocuparse de sí mismo. Martha lo cuidará.
Jimin oyó que los pasos de Martha se alejaban del guardarropas.
Solo, en ese espacio estrecho, se sintió aterradi.
Tembló de miedo y tuvo que apretar las manos contra la boca para ahogar los sollozos.
El corazón le latía con tal fuerza que pensó que se le escaparía del pecho en cualquier instante.
Oyó que los piratas en el pasillo empezaban a golpear con fuerza la puerta del camarote.
—¡Abran aquí! —gritó una voz con denso acento.
—¡Abran o tiraremos la puerta abajo!
Un fuerte crujido hizo temblar todo el camarote y Jimin sintió que se le detenía el corazón: ¡los piratas romperían la puerta!
Se dejó caer de rodillas, sintiendo las piernas como si fuesen de trapo.
Los dientes le castañeteaban de miedo.
—¡Por favor. Dios! —oró, desesperado—. ¡Oh, por favor, por favor!
Otro crujido sacudió el camarote.
Luego otro.
Y otro.
Cuando un último crujido anunció que la puerta cedía, Jimin creyó que se desmayaría.
Lo único que lo mantuvo consciente fue la idea de lo que sucedería si quedaba indefenso en manos de los salvajes.
Le rodaron lágrimas por las mejillas y tuvo que meterse la manga del saco en la boca para ahogar el ruido de su respiración agitada.
"Debo conservar la calma" se dijo, con firmeza.
"Si hago ruido, me encontrarán."
Desde el otro lado de la división, Jimin oyó gruñidos y el resonar de los pasos pesados de los piratas que entraban en la habitación.
Oyó la voz de Martha, aguda de temor, que regañaba a los piratas.
—¡Fuera de aquí, salvajes! —chilló Martha—. ¡El buen Dios los atravesará con la espada por lo que hicieron hoy!
Las palabras de Martha terminaron en un gorgoteo.
Se oyó un golpe y luego el sonido sordo de un cuerpo al caer al suelo.
—¡Oh, Dios, no! —gimió Jimin, deseando correr en auxilio de la niñera, aunque sabía que no haría más que empeorar las cosas.
Aunque Jimin se esforzó por oír, Martha no emitió un solo sonido más.
Mientras los piratas destrozaban el camarote, Jimin escuchó, indefenso y aterrorizado.
No dejaron nada sano en busca de objetos valiosos; comprendió que sólo era cuestión de tiempo que miraran dentro del guardarropas.
Se escondió lo mejor que pudo entre la ropa colgada, pero supo que cualquiera que abriese la puerta lo vería de inmediato.
Oyó pasos que se aproximaban y trató de juntar valor.
La puerta se abrió de golpe y entró la luz.
La cara enrojecida y barbuda de un sujeto lo bastante viejo para ser su abuelo parpadeó asombrado al verlo.
Los dientes, que exhibía en una amplia sonrisa, estaban reducidos a tocones negros.
Jimin se estremeció, tratando de refugiarse lo más posible dentro del mueble, pero cuando el pirata cerró una mano mugrienta sobre su muñeca y lo arrastró fuera del escondite lanzó un grito.
El viejo rió entre dientes al oírlo gritar y tiró con fuerza de él tratando de posar la boca húmeda sobre los labios de Jimin.
Tenía el aliento fétido y a Jimin se le revolvió el estómago.
Se resistió con fiereza, en silencio, demasiado asustado hasta para gritar.
El viejo resopló, disfrutando de la resistencia del muchacho y lo sujetó a distancia mientras lo examinaba de pies a cabeza.
—¡Vaya si es bonito! —dijo por encima del hombro, y Jimin vio que había otro hombre, inclinado sobre el cuerpo inerte de Martha.
Al oír al compañero, este sujeto se irguió y contempló a Jimin con indisimulado deseo.
—¡Por Dios, Quincy, lo es! ¡Será mejor que nos demos prisa a turnarnos con él, antes de que el capitán le ponga la mano encima! ¡Después no tendremos oportunidad!
—¡Eso mismo pienso yo! —rió Quincy entre dientes y soltó el brazo de Jimin, para aterrarle el cuello del vestido y tirar hacia abajo con toda su fuerza.
La fina seda se desgarró, lo mismo que la camisa: Jimin quedó desnudo casi hasta la cintura.
Miró a los dos lascivos sujetos con horror creciente.
¡Era verdad lo que les sucedía a los jovenes prisioneros de los piratas!
La mano torpe de Quincy, que le manoseaba el torso, interrumpió sus pensamientos.
Al contacto, Jimin gritó enloquecido y se debatió condesesperación.
El hombre rió, ya enardecido, y el compañero soltó una carcajada, instándolo a apresurarse.
Quincy lo atrajo con brusquedad hacia él y le sujetó las manos a la espalda mientras le manoseaba el pecho.
Otra vez intentó besarlo dejando un rastro húmedo en su rostro y Jimin creyó que iba a vomitar.
—¡Por el amor de Dios, termina con eso! —lo urgió el otro, con tono ronco, lamiéndose los labios mientras contemplaba el pecho desnudo de Jimin.
Quincy comenzó a empujarlo hacia la litera y Jimin luchó contra él con una fuerza que nacía del terror.
Le hundió los dientes en la mano y cuando el sujeto saltó hacia atrás, se las ingenió para soltar una mano y clavarle las uñas en la cara.
El hombre soltó una maldición y enarboló el puño, dispuesto a desmayarlo de un puñetazo y a dar por terminada la pelea; Jimin gritó otra vez, desesperado.
—Por todos los diablos, ¿qué pasa aquí? —preguntó con aspereza otra voz varonil.
—¡Por Dios, Quincy, es el capitán! —exclamó el que observaba, con voz ahogada, dejando caer a Jimin como si de pronto la carne del muchacho le quemara.
Con un sollozo ultrajado, Jimin contuvo el aliento y balanceó la mano en un amplio arco, que aterrizó bajo la oreja de Quincy.
El viejo aulló, saltó hacia atrás y Jimin corrió tras él para volver a atacarlo.
Pero alguien le sujetó las manos desde atrás con un apretón de hierro; el muchacho pateó y forcejeó, ciego de pánico ante el nuevo captor.
—¡Basta! —gritó el hombre a sus espaldas y las manos que lo sujetaban lo sacudieron con tanta fuerza, que creyó que se le desprendería la cabeza.
Cuando al fin se quedó quieto, las sacudidas cesaron; Jimin levantó la vista y se topó con los ojos más helados y despiadados que había visto en la vida: grises y duros como el acero, de expresión amenazadora, como el rostro al que pertenecían.
Jimin tembló bajo su severa mirada.
Cuando el hombre comprobó que el ya no se movía, pasó esa mirada enervante hacia los hombres.
Jimin siguió mirándolo, transfigurado.
Tenía el cabello negro como el azabache, ondulado, y la piel oscura contrastaba con esos helados ojos grises.
La nariz era larga y arrogante, la boca delgada, una simple línea.
Aparentaba unos treinta años y Jimin percibió su fuerza tremenda en el apretón con que le sujetaba las manos.
Los brazos y los hombros se hinchaban de músculos y era muy alto.
Además, era el hombre más apuesto que había visto en la vida.
Los dos marineros se encogieron bajo la mirada del hombre cuando los observó con calma aterradora.
Quincy iba a hablar, pero calló al ver que la mirada del capitán se oscurecía.
Poco después, los duros ojos grises se volvieron hacia Jimin, que se apresuró a bajar la vista.
El hombre entrecerró los ojos al percibir por primera vez su belleza y se demoró en la contemplación del pecho desnudo y agitado.
Al comprender dónde se posaba esa mirada, el muchacho enrojeció, pero como no tenía modo de cubrirse no pudo hacer nada.
Tras un largo momento, el hombre apartó la mirada.
—Quincv, 0'Halloran, he dado órdenes de que trataran con consideración a todos los prisioneros. La "consideración" no incluye la violación ni la violencia física contra una anciana —añadió, cuando un gemido de Martha atrajo su atención hacia ella por primera vez.
Jimin se soltó y corrió hacia la niñera.
El capitán le echó un vistazo breve y luego se concentró otra vez en los hombres.
—Pero capitán, sólo estábamos... —protestó Quincy, pero retrocedió al ver la furia desnuda en los ojos del capitán.
—¡Cállate! —dijo, con frialdad el capitán, dando una nueva orden—: ¡Harry! Un joven, impecablemente vestido con el atuendo de segundo oficial de la Armada británica, entró de prisa y saludó con vivacidad.
—¿Sí, señor?
—Acompañe a estos hombres de regreso al Margarita. Luego, decidiré qué hacer con ellos.
—¡Sí, señor! —volvió a saludar Harry e hizo una señal a Quincv v 0'Halloran, que lo siguieron con aire lúgubre a través de la puerta destrozada.
Jimin oyó los pasos que se alejaban, presi de sentimientos encontrados.
Claro que estaba contento de verse libre de Quincv y su amigo, pero no le gustaba quedar a merced de este hombre.
Tenía un aire de crueldad que no dejaba lugar a dudas: si él hubiese sido el atacante, nada ni nadie lo habría detenido.
—Debo pedirle perdón por la conducta de mis hombres—dijo, volviéndose hacia él que estaba arrodillado junto a Martha y haciendo una reverencia cortés—. Capitán Jeon Jungkook, a su servicio.
—Acepto su disculpa, capitán —repuso Jimin con dignidad, al tiempo que se sujetaba la parte delantera del vestido y se ponía de pie.
Miró al hombre con desconfianza: esa cortesía inesperada lo alarmaba.
Tuvo la impresión de que, de algún modo, estaba poniéndolo a prueba.
Pensó que lo mejor sería seguir su ejemplo y le tendió la mano.
—Soy Park Jimin, hijo del conde de Badstoke.
—Me honra conocerlo, señor. —Le tomó la mano con el grado exacto de galantería y la llevó a los labios.
La sensación de esa boca dura sobre el dorso de la mano hizo cosquillear la piel de Jimin.
Ante la aparente gentileza del individuo, algo del terror y la cólera disminuyeron y hasta se atrevió a emplear un tono algo imperioso:
—Mi doncel fue herido por sus rufianes. Necesita atención inmediata.
—Enseguida me ocuparé, señor—prometió el hombre, con seriedad, y luego lanzó una carcajada, soltando la mano de Jimin—. De modo que es "Joven", ¿no es cierto? —rió, examinándolo de pies a cabeza.
Dio unos pasos hasta quedar frente a él, que tuvo que echar la cabeza atrás para poder mirarlo en los ojos.
—¿Y cuántos años tiene, Joven?
Con gesto juguetón, le tocó la barbilla con un dedo.
Los ojos de Jimin lanzaron chispas, ante lo cual el hombre rió otra vez, como si él fuese lo más divertido que hubiese visto jamás.
—Será conveniente que me conteste, precioso, si no quiere que imagine que es usted mayor de lo que parece y actúe en consecuencia.
El tono burlón enfureció a la joven, que le lanzó un puntapié, haciendo que su delicado calzado entrara en contacto con los músculos duros de la pantorrilla del hombre.
El capitán hizo una mueca y, aterrándolo de los hombros, lo apretó con fuerza contra sí.
Cuando Jimin intentó clavarle las uñas, le sostuvo las manos sin dificultad con una de las propias y las sujetó a su espalda.
Le sonrió burlón y, alzando la mano libre, acarició su pecho.
¡Jimin sintió fuego en la piel!
Bajo la íntima caricia, los pezones se endurecieron y la sensación física lo hizo jadear.
Se retorció, tratando de soltarse con todas sus fuerzas, pero el hombre lo sujetó sin dificultad.
Siguió acariciándole el pecho, mirándolo con un atisbo de sonrisa en los ojos.
—¿Cuántos años tienes, precioso? —preguntó otra vez, más intimamente.
Si bien el tono era suave, la diversión acentuaba los rasgos del rostro. Como
Jimin guardaba silencio, le pasó las yemas de los dedos con infinita suavidad por los pezones.
Él sintió casi un dolor en lo profundo del vientre: lo horrorizó lo que estaba suce- diéndole.
Para un joven, virgen, hijo de una de las familias más distinguidas de Inglaterra.
Y cuando ese animal, ese canalla, se atrevía a ponerle las manos sobre la piel desnuda, en lugar de gritar o desmayarse como sería propio de un joven...
¡Permanecía inmóvil frente a él!
Lo acomeüó una oleada de vergüenza y furia más intensa que cualquier cosa que hubiese sentido hasta entonces y, sin poder contenerse, le escupió el rostro burlón.
Tras un instante de atónito silencio, el capitán unió las cejas en gesto amenazador y sus ojos comenzaron a resplandecer de un modo que asustó a Jimin.
Con lentitud, se enjugó el escupitajo.
La expresión de su rostro aterró al muchacho, tan perplejo como él por su propia acción.
"¡Oh, Dios querido, ahora me matará!", pensó.
El hombre lo contempló largo rato en silencio y Jimin sintió que lo abandonaba todo rastro de coraje.
Se echó a temblar demiedo.
Al notarlo, los músculos de alrededor de la boca del hombre se relajaron un tanto y parte de la furia se esfumó de su semblante.
—Joven, lo que tú necesitas es educación —dijo, subrayando las palabras, mientras lo atraía con rudeza hacia sí.
La boca del hombre se abatió sobre del muchacho, duro, cálido, exigente, y lo besó como nunca lo habían besado.
Los castos besos que recibiera una o dos veces no eran nada en comparación y de hecho le dejaron cierto desprecio por los chicos a los que esos besos redujeron a una temblorosa incoherencia.
En ese momento, el que lo besaba era un hombre, no un muchacho, y le tocó a Jimin quedar reducido a una temblorosa incoherencia.
La lengua del capitán separó los labios de Jimin y se hundió en su boca.
Él estuvo en un tris de desmayarse y sintió que un calor ardiente quemaba su boca.
En vano le empujó el pecho, sintiendo frío y calor al mismo tiempo.
El hombre enredó la mano en un mechón del pelo del muchacho y lo sujetó, tirando con crueldad cuando él se movía.
Por fin, Jimin se apoyó contra él y se sometió al abrazo.
El capitán le acarició el pecho tembloroso con manos expertas, cosquilleando los pezones con suavidad y él sintió que un calor ardiente subía desde lo más profundo de su ser.
Horrorizado, hizo un último esfuerzo para escapar, pero el hombre dio un tirón brutal y él gritó.
La boca del capitán le quitaba el aliento y sintió que se desmayaba.
El camarote comenzó a girar ante sus ojos en un remolino enloquecedor.
Los cerró y se apoyó contra él como si fuese el único objeto sólido en un mundo turbulento; cuando lo apretó más sintió la dureza entre las piernas del hombre.
El contacto, la cercanía primitiva y viril, despertaron en él algo igual de primitivo: se sintió extraño, distinto.
Lo odiaba y le temía, pero las manos del hombre sobre su cuerpo lo hicieron arder como si tuviese fiebre.
Se estremeció y, sin advertirlo, le rodeó el cuello con los brazos: estaba respondiendo al beso.
Cuando por fin él se apartó, Jimin temblaba con tal fuerza que no podía tenerse en pie.
El hombre la contempló con expresión inescrutable.
Jimin se ruborizó bajo esa mirada firme y se apresuró a bajar la vista.
—De modo que no eres tan joven como pensé —dijo el hombre con lentitud y todo el cuerpo de Jimin ardió de vergüenza.
"Lo odio, lo odio", pensó, aturdido.
"¿Qué me hizo actuar así?"
El hombre lo contempló un momento más y luego lo alzó en los brazos.
El movimiento fue tan inesperado que, por un instante, Jimin enmudeció.
El capitán ll sostuvo acurrucado contra su pecho y salió por lo que quedaba de la puerta del camarote.
En el corredor, Jimin vio el cuerpo inerte de quien había sido un miembro de la tripulación del Anua Creer.
Le habían cortado limpiamente la cabeza y yacía en un charco de sangre seca.
Jimin se estremeció y apartó la mirada del horrendo espectáculo.
Los brazos que lo rodeaban eran un extraño consuelo.
"¡El lo hizo!", pensó, poniéndose rígido.
"¡Y ahora me lleva para hacer Dios sabe qué conmigo!"
Se debatió con violencia entre los brazos del hombre.
—¡Bájeme, asesino! —exclamó entre dientes, intentando inútilmente soltarse.
El hombre no hizo caso del forcejeo, que no lo desvió en lo más mínimo.
Desesperado, Jimin le clavó las uñas en una mejilla, haciendo brotar gotitas de sangre.
La furia que ardió en los ojos del capitán lo hizo aflojarse de golpe entre sus brazos, pero él no intentó vengarse de su violencia.
Lo levantó más aún y lo apoyó sobre el hombro como si fuese un saco de harina.
Esa posición ignominiosa lo enfureció y gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
El capitán le propinó una fuerte palmada en el trasero, que estaba en posición conveniente.
Jimin jadeó de dolor y sorpresa: ¡hasta entonces, nadie se había atrevido a hacer algo semejante!
Lo pateó con crueldad.
La punta dura del zapato dio de lleno en el estómago del hombre y Jimin sonrió complacido al oírlo gemir.
Al instante, la mano golpeó otra vez con fuerza el trasero del joven, haciendo que la primera palmada pareciese una mera caricia.
Se le escapó un gemido de dolor.
Se retorció, tratando de bajarse, pero el capitán lo golpeó otra vez.
Jimin gritó, insultándolo con todo el repertorio de maldiciones que conocía.
Cuando se quedó sin aliento, empezó a darle puñetazos en la espalda.
El hombre le golpeó otra vez el trasero, con fuerza, y siguió haciéndolo mientras subían la angosta escalera.
Cuando llegaron a la cubierta principal, Jimin estaba echado, quieto, sobre el hombro del capitán.
Le corría un torrente de lágrimas por la cara y sentía el trasero como de fuego.
Cerró los ojos al ver los cuerpos mutilados, desparramados donde habían caído y, con tremendo esfuerzo, ahogó un sollozo.
Odiaba a ese hombre que le había hecho eso a él, a todos, con todas las fuerzas que le quedaban.
La mente de Jimin giró en un vértigo de odio impotente, rabia y vergüenza.