Motas de polvo / Frío y metal
Tenía doce años cuando mi papá puso una maleta en la puerta.
– ¿Para qué es? –pregunté desde la cocina.
Él suspiró, bajo y áspero. Le tomó un momento darse la vuelta.
– ¿Cuándo has vuelto a casa?–
– Hace un rato.– Mi piel hormigueó. No me gustaba.
Miró el viejo reloj en la pared. El plástico que le cubría estaba roto. –Más tarde de lo que pensaba. Mira, Min...–Él negó con la cabeza. Parecía nervioso. Confuso. Mi padre era muchas cosas. Un borracho. Rápido en la ira con palabras y puños. Un diablo dulce con una risa que retumbaba como esa vieja Harley-Davidson WLA que reconstruimos el verano anterior. Sin embargo, nunca era nervioso. Nunca confundido. No como estaba ahora.
Me estremecí algo temeroso.
– Sé que no eres el chico más inteligente– dijo. Miró a su maleta. Y era verdad. No había sido bendecido con sobreabundancia de cerebro. Mi madre me dijo que estaba muy bien. Mi papá pensó que yo era lento. Mi madre dijo que no era una carrera. Estaba enfrascado en su whisky en ese punto y comenzó a gritar y romper cosas. Él no le pegó. No esa noche, de todos modos. Mamá lloró mucho, pero él no la golpeó. Me aseguré de ello. Cuando por fin empezó a roncar en su silla vieja, fui a mi habitación y me escondí debajo de mis sábanas. –Sí, señor –le dije.
Me miró de nuevo y juraré hasta el día que me muera que vi algún tipo de amor en sus ojos. –Tonto como un buey – (El personaje original se llama “Ox” que en ingles significa buey), dijo. No sonaba mezquino viniendo de él. Simplemente lo era.
Me encogí de hombros. No era la primera vez que me había dicho eso, a pesar de que mamá le pidió que se detuviera. Estaba bien. Era mi padre. Él sabía mejor que nadie.
– Vas a conseguir mierda –dijo. –Durante la mayor parte de tu vida.–
– Soy más grande que la mayoría – dije como si significara algo. Y yo lo era. La gente tenía miedo de mí, aunque yo no quería que lo hicieran. Yo era grande. Al igual que mi padre. Era un hombre grande con una tripa colgando, gracias a la bebida.
– La gente no te va a entender –dijo.
– Oh.
– No van a comprenderte.
– No los necesito –quería que lo hicieran, pero podía ver por qué no lo harían.
– Tengo que irme.
– ¿Dónde?
– Lejos. Mira…
– ¿Mamá lo sabe?
Se echó a reír, pero no sonaba como si hubiera encontrado algo divertido. –Claro. Tal vez. Ella sabía lo que iba a pasar. Probablemente durante un tiempo.
Di un paso hacia él. – ¿Cuándo vas a volver?
– Min. La gente va a ser mala. Tú, simplemente ignorarlos. Mantén la cabeza baja.
– La gente no es mala. No siempre. – No conocía a muchas personas. Realmente no tenía ningún amigo. Sin embargo, las personas que sí conocía no eran malas. No siempre. Ellos simplemente no saben qué hacer conmigo. La mayoría de ellos. Pero estaba bien. No sabía qué hacer conmigo mismo tampoco.
Y luego dijo: – No me vas a ver por un tiempo. Tal vez un largo tiempo.
– ¿Qué pasa con el taller?– Le pregunté. Trabajaba en Gordo. Olía a grasa y aceite y metal cuando llegaba a casa. Dedos ennegrecidos. Tenía camisetas con su nombre bordado en ellas. Curtis cosido en rojos y blancos y azules. Siempre pensé que era de lo más increíble. La marca de un gran hombre, que tiene su nombre grabado en su camisa. Me dejaba ir con él a veces. Me enseñó cómo cambiar el aceite cuando tenía tres años. Cómo cambiar un neumático cuando tenía cuatro años. Cómo reconstruir el motor de un Chevy Bel Air Coupe 1957, cuando tenía nueve años. Esos días llegaría a casa con olor a grasa y aceite y metal y yo soñaría a altas horas de la noche con tener una camiseta con mi nombre bordado en ella. Jimin, pondría. O tal vez sólo Min.
– A Gordo no le importa– fue lo que dijo mi padre.
Lo cual me pareció una mentira. Gordo se preocupaba mucho. Era huraño, pero me dijo una vez que cuando fuera lo suficiente mayor, podría ir a hablar con él acerca de un trabajo. —Los tipos como nosotros tienen que permanecer juntos – dijo. No sabía lo que quería decir con eso, pero el hecho de que él pensase en mí como cualquier cosa era lo suficientemente bueno para mí.
–Oh – fue todo lo que pude decirle a mi padre.
– No me arrepiento de ti,– dijo. –Pero lamento todo lo demás.”
Yo no entendía. – ¿Es esto sobre…?– No sabía de qué se trataba.
– Me arrepiento de estar aquí,– dijo. –No lo aguanto más.
– Bueno, eso está bien – le dije. –Podemos arreglarlo. Podríamos ir a otro lugar.
– No se puede arreglar, Min.
—¿Ha cargado el teléfono?— Le pregunté porque nunca lo recordaba. —No se olvide de cargar su teléfono para que pueda comunicarme con usted. Tengo más cosas de matemática que no entiendo. El señor Howse dijo que podía pedirle ayuda.— A pesar de que sabía que mi padre no entendería los problemas de matemática más de lo que yo lo haría. Pre-álgebra que se llamaba. Eso me dio miedo, porque ya era difícil cuando era pre. ¿Qué pasaría cuando fuera sólo álgebra sin el pre involucrado?
Conocía la cara que puso a continuación. Era su cara de enfado. Él estaba enojado. —¿No entiendes esa mierda?— él ladró. Traté de no estremecerme.
—No lo hago,—dije. Debido a que no lo hacía.
—Min,— dijo mi papá. —No habrá más matemáticas. No habrá más llamadas telefónicas. No me hagas arrepentirme de ti también.
—Oh,— dije.
—Tienes que ser un hombre ahora. Es por eso que estoy tratando de enseñarte estas cosas. La mierda va a golpearte. Sacúdetela y sigue adelante.— Sus puños estaban apretados en los costados. No sabía por qué.
—Puedo ser un hombre,—le aseguré, porque tal vez eso le haría sentirse mejor.
—Lo sé,— dijo.
Le sonreí, pero él apartó la mirada.
—Tengo que irme —dijo finalmente.
—¿Cuándo vas a volver?— Le pregunté.
Se tambaleó un paso hacia la puerta. Tomó una respiración que sacudió su pecho. Recogió su maleta. Salió. Oí su viejo camión poniéndose en marcha fuera. Tartamudeó un poco cuando lo consiguió. Sonaba como que necesitaba una nueva correa de distribución. Tendría que recordárselo más tarde.
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Mamá llegó tarde esa noche, después de trabajar un doble turno en el restaurante. Ella me encontró en la cocina, de pie en el mismo lugar en el que había estado cuando mi padre había entrado por la puerta. Las cosas eran diferentes ahora.
—¿Min? —preguntó. —¿Qué pasa? —Se veía muy cansada.
—Hola, mamá, —dije.
—¿Por qué lloras?
—No lloro. —Y yo no lo hacía, porque era un hombre ahora.
Me tocó la cara. Sus manos olían a sal, patatas fritas y café. Sus pulgares cepillaron contra mis mejillas húmedas. —¿Qué pasó? —Bajé la vista hacia ella, porque ella siempre había sido pequeña y en algún momento en el último año más o menos, me había hecho más alto que ella. Me hubiera gustado recordar el día en el que ocurrió. Parecía monumental.
—Voy a cuidar de ti, —le prometí. —No tendrás que preocuparte nunca.
Sus ojos se suavizaron. Podía ver las líneas alrededor de sus ojos. El cansancio en su mandíbula. —Siempre lo haces. Pero eso es… —Se detuvo. Tomó una respiración. —¿Se fue?— preguntó, y ella parecía tan pequeña.
—Creo que sí. —Enrollé su pelo alrededor de mi dedo. Oscuro, como el mío. Al igual que el de mi papá. Todos éramos tan oscuros.
—¿Qué dijo? —preguntó.
—Que soy un hombre, —le dije. Eso es todo lo que ella necesitaba oír.
Se rió hasta que se dobló por la mitad.
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Él no se llevó el dinero cuando se fue. No todo. No es que hubiera mucho para empezar.
No tomó ninguna de las fotos tampoco. Tan sólo un poco de ropa. La navaja de afeitar. Su camión. Algunas de sus herramientas. Si no lo hubiera sabido mejor, habría pensado que no se fue en absoluto.
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Llamé a su teléfono cuatro días más tarde. Era medianoche. El teléfono sonó un par de veces antes de que sonara un mensaje diciendo que el teléfono ya no estaba en servicio.
Tuve que pedir perdón a mamá a la mañana siguiente. Había sujetado el auricular con tanta fuerza que se había agrietado. Ella dijo que estaba bien, y no hablamos de ello nunca más.
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Tenía seis años cuando mi papá me compró mi propio conjunto de herramientas. No esas cosas de niños. Sin colores brillantes y sin plástico. Todo frío y metal y de verdad.
Él dijo, —Mantenlos limpios. Y que Dios te ayude si los encuentro fuera. Van a oxidarse y voy a curtir tu piel. Eso no es para lo que esta mierda sirve. ¿Lo tienes?
Los tocaba con reverencia porque eran un regalo. —Está bien, —dije, incapaz de encontrar las palabras para decir lo lleno que se sentía mi corazón.
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Estaba de pie en su habitación (la de ella) una mañana un par de semanas después de que se fuera. Mamá estaba en el restaurante de nuevo, trabajando otro turno. Sus tobillos estarían muy doloridos cuando volviese a casa.
La luz del sol entraba a través de una ventana en la pared del fondo. Pequeñas partículas de polvo reflejaban la luz. Olía como él en la habitación. Como ella. Como los dos. Una cosa combinada. Pasaría mucho tiempo antes de que dejara de hacerlo. Pero lo haría. Finalmente.
Abrí la puerta del armario. Un lado estaba prácticamente vacío. Algunas cosas se quedaron, sin embargo. Pequeñas piezas de una vida ya no vivida.
Como su camisa de trabajo. Cuatro de ellas, colgando en la parte posterior. Gordo en letra cursiva.
Curtis, ponía en todas. Curtis, Curtis, Curtis.
Toqué cada una de ellas con la punta de los dedos.
Saqué la última de la percha. La deslicé sobre mis hombros. Era pesada y olía como a hombre y a sudor y a trabajo. Dije: —Está bien, Min. Tú puedes hacer esto.
Así que empecé a abotonar la camisa de trabajo. Mis dedos tropezaron con los botones, demasiado grandes y romos. Torpe y estúpido, lo era. Todo manos y brazos y piernas, sin gracia y sin brillo. Yo era demasiado grande para mí.
El último botón finalmente fue abotonado y cerré los ojos. Tomé una respiración. Recordé cómo estaba mamá esta mañana. Líneas de color púrpura debajo de los ojos. Hombros caídos. Había dicho, —Sé bueno hoy, Min. Intenta mantenerte alejado de los problemas, —como si problemas fuera lo único que conocía. Como si estuviera en problemas constantemente.
Abrí mis ojos. Miré al espejo que colgaba en la puerta del armario.
La camisa era demasiado grande. O yo era demasiado pequeño. No sé cuál. Me veía como un niño jugando a vestirse. Como si estuviera fingiendo.
Fruncí el ceño a mi reflejo. Bajé la voz y dije: —Soy un hombre.— No me lo creí.
—Soy un hombre.
Hice una mueca.
—Soy un hombre.
Al final, me quité la camisa de trabajo de mi padre y la colgué otra vez en el armario. Cerré las puertas detrás de mí, las motas de polvo seguían flotando en el sol descolorido.