Prólogo
Las calles de Fengari estaban abarrotadas.
No era el mejor día para celebraciones, pues la lluvia no parecía querer alejarse, pero con los fengarienses no sirven las excusas. Era medianoche y aún seguían bailando y cantando. Todos vestidos de distintos colores, con capas igual de llamativas que los decorados de las calles. Esa era la razón por la que había escogido esa ciudad.
Su pelo pelirrojo estaba empapado, a pesar de llevar puesta una capa de color esmeralda. El mismo color que la gema de su colgante. En cualquier otra ciudad, esos llamativos colores llamarían la atención de cualquiera, pero en Fengari lo raro era no vestir así.
Llegó a la puerta de la taberna acordada, que estaba abierta de par en par por las fiestas. El forastero agradeció el calor que reinaba en aquella taberna. El fuego de la chimenea estaba encendido, al igual que las antorchas que iluminaban la acogedora estancia.
Las camareras corrían de una mesa a otra, llevando cervezas y comida de un lado a otro. La mayoría de gente estaba cantando a pleno pulmón, lo cuál sería una ventaja para no ser escuchados.
Se quitó la capucha, dejando al descubierto su barba pelirroja y sus ojos verdes. Su mirada encontró a su compañera en una esquina de la taberna. Llevaba su capa granate y de su cuello colgaba un collar idéntico al suyo, pero con la gema de color granate también.
Llegó a la mesa dando zancadas y se sentó frente a ella. La mujer también se bajó la capucha, dejando al descubierto su pelo castaño atado en un moño y sus ojos brillantes. Ambos se miraron unos segundos antes de hablar.
— Recibí tu llamada —dijo ella.
— Tú también lo sentiste, ¿no es cierto? —su acompañante asintió—. La magia... está cambiando...
Una camarera les ofreció algo de beber, pero ambos negaron.
— Solo pude contactar contigo —prosiguió el pelirrojo tras la interrupción—. En Natantes nadie responde y aquí, en Eonia, solo respondiste tú.
— Recibí tu señal muy débil —acarició la gema de su collar con aire ausente y la mirada fija en los ojos verdes frente a ella—. Puede que al resto ni siquiera le llegase... Seguro que se debe a lo que está ocurriendo con la magia.
La magia es la base de todo este mundo, de todo Eonia, con ella empezó todo. Por eso es algo tan difícil de explicar, algo tan fuerte y frágil a la vez. Ellos habían notado que algo estaba ocurriendo con ella, pues no se comportaba cómo debería.
— ¿Y si el pacto se está rompiendo? —preguntó el pelirrojo.
Cuando la magia formó Eonia, las únicas criaturas que creó eran pequeñas y mágicas, ajenas a la maldad del mundo. Vivían tranquilas en una perfecta naturaleza controlada por la magia.
Sin embargo, todo esto cambió cuando nacieron los primeros seres de las cuatro razas: los faunos, los elfos, los humanos y los brujos. Nada pudo detener su creación. Su existencia fue accidente que ni siquiera la propia magia pudo prever.
Claro que, así como puede crear, la magia también puede destruir, y lo intentó. Creó orcos para que los mataran, ogros para perseguirlos y candelas para que vigilasen las fronteras. Las razas estaban atrapadas, acorralas por su creadora.
Pero todo fue en vano.
Una de las razas estaba por encima del resto, la raza de los brujos. Siempre fueron los más poderosos y aprendieron a controlar la magia que los había creado; utilizaron todo su potencial para detener a los monstruos y ayudar a las razas a sobrevivir.
Eran pocos los brujos que existían en Eonia en ese momento, pero los suficientes para derrotar a esas criaturas oscuras. Los hechiceros consiguieron derrotar a todos los males que la magia les enviaba. Fueron los primeros en madurar y los primeros en batallar en Eonia. Los brujos batallaron contra las fuerzas de la magia, y vencieron.
La magia estaba cada vez más debilitada y, como último recurso, regaló dones a las razas para pactar, así, la paz en Eonia.
— El pacto no se puede romper con tanta facilidad —respondió la mujer—. Los dones fueron dados, el pacto fue realizado, nada puede romper eso.
La magia dotó de diferentes dones a cada raza: a los faunos les regaló el don de la luz, a los elfos les regaló el don de la premonición, a los humanos el don de la fuerza y, a los brujos, les regaló una parte de la magia que aún no contralaban: la capacidad de crear portales.
— Pero no todas las razas conservan los dones —recordó el pelirrojo, intentando hablar por encima del alboroto para que la castaña lo escuchase—. Los humanos perdieron su don hace ya cientos de años, pues libraron tantas guerras que se quedaron sin su fuerza. Ya no nacen humanos con magia.
— Lo sé, pero eso no cambia nada. El pacto es intocable, no creo que tenga relación.
— Está ocurriendo como en el pasado —siguió el hombre—, como cuando éramos perseguidos por la magia. Vuelven a aparecer brechas y criaturas, los portales fallan...
—Tal vez la magia esté enferma —sugirió su compañera—. Sería algo nuevo, pero sería posible.
—Debemos encontrar más pistas antes que intentar adivinar nada.
—Es tan solo una posibilidad.
Uno de los parroquianos lanzó una jarra contra la pared al otro lado de la taberna, iniciando una pelea con otro hombre.
—Deberíamos irnos —dijo ella. El pelirrojo asintió.
— Seguiremos juntos y mantendremos los ojos bien abiertos —ambos se levantaron, dirigiéndose a la salida—. Sea lo que sea que esté pasando, no es algo bueno.
Tras decir eso, volvieron a ponerse las capuchas y dejaron atrás la taberna, desapareciendo por las calles abarrotadas y encharcadas.