El Ajedrez de la Bodega
Creer que Marco era sólo una víctima del matonaje del Chucho hubiera sido una mentira. Aunque el Chucho era dos años mayor y quince centímetros más alto, Marco sabía que el otro era mucho más tonto que él, y detestado por los profesores. Y esa era un arma que el niño no temía emplear. Los últimos meses, producto de esto, habían tenido crecientes enfrentamientos físicos e insultos cada vez más denigrantes.
Sería otra mentira creer que Marco nunca pensó en usar su navaja suiza de boy scout contra el Chucho, por mucha angustia que le produjera la idea. No era un niño violento, pero los múltiples encontrones con su abusón personal le tentaban a cometer una acción que, de ejecutarla, de seguro se arrepentiría toda la vida.
Esas ideas le habían atormentado por meses, pero, afortunadamente, estaban lejos de su mente esa tarde. No era eso lo que importaba ahora.
Hasta las cinco y media tuvo que esperar que los niños del taller de handball desocuparan la cancha de pasto sintético. Se entretuvo todo ese rato leyendo el Tratado General de Grau, un libro de ajedrez que había pedido en la biblioteca para lograr ganarle de una vez a su nuevo y misterioso contrincante.
Cuando el último niño del taller y su profesor desaparecieron de cancha, Marco guardó el libro en su abultada mochila y, habiéndose cerciorado que nadie lo vigilaba, se adentró en el recodo que se formaba entre la espalda del casino y las gradas de hormigón.
Estaba explícitamente prohibido entrar a ese polvoriento callejón abandonado, que por lo general se utilizaba para apilar escombros demasiado grandes para un camión de basura. Jugando ahí, más de un niño se había accidentado con un clavo o con los vidrios trizados de un ventanal.
Marco maniobró entre los oxidados columpios rotos y un desvencijado balancín amarillo para llegar a una puerta naranja que daba a una bodega, la que no abrió. Pasó de largo y empujó una plancha de cholguán para revelar una hinchada puerta que alguna vez fue blanca. La levantó de sus goznes y la corrió con el hombro, adentrándose en un vórtice de pelusas y telarañas.
La abandonada oficina estaba llena de serruchos y martillos, huinchas y clavos, cañerías y repuestos, todos olvidados hace años y presa del óxido.
Marco se internó en la pieza y encajó su ínfima humanidad entre un gabinete metálico y el muro podrido por la humedad. Prendió su linterna para alumbrar.
Ahí estaba.
En ese espacio sepultado entre la bodega de los implementos de deporte y la oficina de las herramientas, había una habitación de un metro de largo y tres de alto que contenía un rudimentario ajedrez. Y nada más.
Los escaques estaban dibujados con pintura negra en el suelo de madera, y sobre ellos había unos peones y caballos, alfiles y torres: piezas irregulares, amarillentas y posiblemente fabricadas a mano.
Marco se puso cómodo en el suelo e iluminó con su celular. Ahí adentro, aunque estuviera totalmente solo, se sentía acompañado.
Examinó el tablero y, como se esperaba, su oponente había hecho su jugada.
El niño decidió enrocar.
Mientras volvía a casa por las calles de Valle Torremolinos, Marco llevaba una sonrisa en el rostro. Sentía un enigmático hormigueo en el estómago, síntoma de presenciar lo inexplicable. Hace ya mucho que había barajado la posibilidad de estar jugando ajedrez con un muerto, y si era cierto, era lo más emocionante que le había pasado en la vida. El chico no tenía ningún temor por lo paranormal. Conservaba a sus doce esa infantil capacidad de maravilla que era más grande que el sentido común.
Además, la conclusión parecía evidente. Nadie más que él conocía la pieza secreta. Lo que significaba que su adversario estaba todo el tiempo adentro.
La distancia entre el Colegio Panguicura y la casa de Marco en el barrio Fuentealba era de sólo treinta minutos, así que la podía recorrer a pie.
Cuando llegó a su casa saludó a su mamá, se sentó a tomar once y jugó un rato con su perrito, un poodle blanco llamado Julio César. Éste era un algodonado amasijo de nervios que seguía al niño para todos lados desde que tenía seis años.
Al otro lado de la mesa, Elisa, su madre, estaba demasiado absorta en su trabajo como para dedicar tiempo a conversar con su hijo. Muchas veces en el pasado él había llegado moreteado a su casa, pero la ojerosa mujer no le había preguntado nada.
Aunque no era su culpa, le guardaba cierto rencor por lo del fin de semana pasado.
El viernes anterior Marco estaba listo para la excursión semestral con los boy scouts: pasarían todo el fin de semana en el cerro, durmiendo en carpas. Normalmente hubiera sido una perspectiva emocionante, pero esa vez Marco tenía mucho miedo. Iba a pasar cuatro noches con mínima supervisión adulta, alejado de la civilización, y a merced del Chucho.
Tres semanas antes habían mandado al matón a suspensión por dejarle un termo con comida podrida dentro de la mochila, la que estuvo lavando toda la tarde. No fue una agresión espontánea, sin embargo. El día anterior a ese Marco le había llamado “Jechu” frente a la clase, apodo que el Chucho odiaba. Además de femenino, le recordaba a todos la ridiculez de su nombre real: Jesús María.
Cuando volvió a clase, el ánimo de Marco estaba muy caldeado por lo del termo, así que en retrospectiva se arrepentía de lo que había dicho, pero ya no había cómo dar pie atrás.
El profesor de matemática estaba regañando al Chucho por su pésimo desempeño y las múltiples faltas de respeto durante la clase.
—Déjeme tranquilo viejo culiao, seguro me sirve de algo su hueá de materia —le había dicho el joven.
—Obvio que no le sirve —interrumpió Marco ante los oídos de toda la clase —si cuando este gil crezca va a ser asaltante. Así va a poder ir rapidito a visitar a su papá en la cana.
En vez de las risas que esperaba escuchar, lo que se oyó fue un atónito “uuuuuh” de parte de los demás.
Cuando vio el gesto del Chucho entendió el tremendo error que había cometido. La herida era demasiado reciente, su padre había sido arrestado recién en enero de ese año. Nadie se había atrevido a mencionarlo desde entonces.
—¡Marco, cómo se te ocurre decirle una cuestión así a tu compañero! —aulló el profesor, provocando que los alumnos estallaran en carcajadas.
El matemático intentó que dejaran de reír, pero nada resultó suficiente. El Chucho desde la prebásica jamás había llorado frente a sus compañeros. Arrojó su pupitre con violencia mientras se levantaba y salió de la sala, su rostro entero enrojecido. El profesor los estuvo retando el resto de la clase.
Toda esa semana Marco estuvo esperando la furia de su represalia, pero nunca llegó. En vez de eso, el Chucho estuvo callado, mirándolo con odio absoluto e ignorándolo en los pasillos.
Cuando llegó el viernes de la excursión al cerro fue cuando ejecutó su plan. Estaban sólo los scouts en el colegio, esperando a que llegara su guía cuando lo emboscaron. El Chucho y otros tres cabros grandes lo agarraron de brazos y piernas y le quitaron el celular y la mochila. Nadie lo defendió. Entre todos lo llevaron a rastras hasta la bodega de los implementos de Educación Física, y abrieron la puerta con una llave robada.
Estuvieron un rato discutiendo e intentando hacer al Chucho entrar en razón, y por eso Marco entendió el plan de su matón: iba a encerrarlo todo el fin de semana con llave y sin teléfono. Como su madre pensaría que estaba con los scouts, nadie lo iría a buscar hasta el lunes. Sólo entonces Marco empezó a pelear de verdad, pero era muy tarde.
La puerta se cerró y se quedó solo.
Ese fin de semana fue el más solitario y desesperante de su vida. No sabía por qué, pero algún anónimo le había tirado su mochila por una alta ventana poco después de ser encerrado, así que tenía algo de comida.
Tuvo la suerte de que la bodega era antes un camarín, así que había lavabo con agua y un wáter si lo necesitaba.
El primer día fue el peor y más angustioso, donde tuvo más llanto y soledad, y en la noche no pudo pegar un ojo. De mucho le sirvieron los conocimientos scout para racionar la comida.
Al día siguiente empezó a intentar escapar. Buscó todos los orificios y recovecos, pero las ventanas accesibles eran poco más que ranuras de luz.
Fue cuando movió un caballete de gimnasia que se encontró con su posibilidad más prometedora: el muro detrás estaba podrido. Estuvo unas tres horas pateando la muralla para ver qué había, y cuando logró abrirla fue que se encontró el cuarto del ajedrez.
Después de comprobar que por ese lado tampoco había salida, se pasó la tarde jugando con el tablero de las piezas toscas, sin preguntarse quién había pintado y escondido un ajedrez completo entre los muros.
Cuando se aburrió se devolvió a dormir, y descubrió, con espanto, que las piezas no estaban como él las había dejado. Luego de buscar al culpable por media hora, Marco comprobó que estaba igual de solo que antes. No era una broma elaborada. Probó mover una pieza y nada ocurrió, pero cuando se fue a dormir una siesta, a la vuelta se encontró con una contra jugada.
El terror se convirtió en curiosidad y a lo largo de los días en asombro. Si había encontrado un ajedrez mágico o uno fantasmal le importaba poco, estaba demasiado solo para negarse a cualquier semblanza de compañía. Nadie había intentado dañarle ni nada, así que el juego parecía perfectamente seguro.
A lo largo de esos dos días, durante sus múltiples siestas de hambreado agotamiento, Marco alcanzó a jugar y perder dos partidas. El ajedrez fantasmal era un contrincante tan agresivo como prodigioso.
Tan absorto estaba Marco en su descubrimiento que, cuando lo lograron sacar de ahí el lunes, ni siquiera intentó acusar a los matones. Estaba más preocupado de que nadie descubriera su nuevo secreto.
A lo largo de los dos meses siguientes, no hubo día de la semana donde Marco no fuera a la bodega después de clases a jugar. Era casi como ajedrez por correspondencia, pensó.
La primera mala señal ocurrió el primer fin de semana. El domingo por la mañana, luego de faltar a su jugada del sábado, se despertó para encontrarse con cuatro piezas de ajedrez sobre su velador.
Las reconocía, estaban talladas, eran amarillentas y porosas al tacto. Se las tomó como un mensaje: “Es tu turno”.
Mientras caminaba de vuelta al colegio, Marco no pudo dejar de pensar en que de alguna forma su oponente conocía su dirección.
Tuvo que inventarle al conserje que se le había quedado algo, todo para entrar a la pequeña pieza a explicarle a un posible espectro que no podía jugar con él los fines de semana.
El ente pareció entender, pues no volvió a ver señales de él en su casa. Pero los lunes siempre se encontraba signos de impaciencia: pintura en los muros, herramientas tiradas en el suelo, hasta marcas de uñas y dientes en la madera.
Un lunes, para su disgusto, Marco se encontró con una paloma muerta frente al tablero. Apestaba. No le agradó la coincidencia de que, por primera vez en sus múltiples partidas, iba ganando.
Una tarde de jueves el chiquillo paseaba por los pasillos de la básica, encaminado nuevamente hacia la cancha de pasto, cuando una manota lo pescó del cuello de la camisa y lo tironeó sin piedad. Marco casi sintió alivio cuando, al levantar la vista, se encontró con la alargada barbilla del Chucho.
—¿Qué hueá estai esperando, pendejo de mierda, que no hay ido a llorar a inspectoría? ¿Te estai haciendo el olvidadizo?
Marco recordó el incidente que lo había llevado a esta situación en primer lugar, y concluyó que todo este tiempo el Chucho debió estarse desviviendo por un evento que podía causar su expulsión.
—No loco, no es eso, disculpa —quiso explicar.
—¿Qué me querí chantajear acaso, creí que te tengo miedo cabro de mierda? Diles po. A ver si me importa, diles.
—En serio hueón, de verdad me da lo mismo. En serio. Ahora ando en otra —juró, poco convincente.
Se quedaron callados un tenso momento. El Chucho lo miraba con rabia, ahí donde en el pasado hubo burla ahora había palpable incertidumbre.
Para la sorpresa del Marco, la manota abandonó el desguañangado cuello de su camisa.
—Dime por qué no me acusaste al menos. Qué querí de mí.
—No quiero nada. En serio. Ya quedó atrás la hueá —le respondió, pero se puso a pensar—. Yo… disculpa por lo que dije. Lo de tu papá. Nunca debí decir una cuestión así.
En vez de responder, el Chucho le evadió la mirada.
—Ya, si me da lo mismo eso.
—No hueón, estuvo mal. Tu sabí que mi papá no está conmigo, pero de todas las hueás que me has dicho, nunca te reíste de eso. Yo crucé esa línea y no debí.
El Chucho de pronto se veía reducido. En vez del violento matón que aparentaba ser, se veía como el niño solitario que era en el fondo.
—Dale —fue todo lo que dijo, en un tono quebrado.
Sin añadir nada más, el joven se retiró.
Mientras caminaba hacia la bodega a realizar su próxima jugada, Marco reflexionó. Conocía al Chucho como desde segundo básico, y se preguntó con tristeza si acaso era lo más parecido que tenía a un amigo personal.
Al lunes siguiente, saliendo de clase, el chico se sorprendió cuando el Chucho; no, Jesús María, el cabro con el que alguna vez se llevó bien, lo invitó a jugar play a su casa.
Caminaron un poco incómodos por la calle, sospechando al principio que se trataba de una trampa, pero no era nada por el estilo. Se pasaron la tarde en un juego de disparos, canalizando por primera vez de forma productiva su rivalidad.
Sólo varias horas después Marco advirtió que había olvidado atender a otro de sus “amigos”, y desde ese momento no pudo abandonar la horripilante sensación de que los vigilaban. En cierto punto de la noche, por un segundo, el chico creyó ver las palmas de unas manos apoyadas en una ventana, y detrás, los ojos inexpresivos de un rostro sin rasgos faciales.
Le dieron las nueve y se tuvo que despedir. Para Marco fue una muy estresante caminata de vuelta a su hogar en la penumbra.
Cuando finalmente llegó, aliviado, saludó a su madre y a Julio César como si no los hubiera visto en un año. Comió y subió a su habitación para intentar dormir, agotado, pero ahí se le acabó la calma. Su corazón se precipitó hasta el suelo cuando, tras dar vuelta todos los cajones, no pudo encontrar en ninguno su navaja suiza.
A la mañana siguiente, en la clase, una de las primeras cosas que notó fue la ausencia del Chucho. Tras largos minutos de susurros, la profesora se presentó atrasada y con los ojos apagados. La mujer confirmó, con la boca seca, todos los temores de Marco.
Esa mañana su compañero, Jesús María Gutiérrez, había sido llevado de urgencia al hospital San José. Durante su rutina mañanera, un agresor no identificado lo había atacado a la altura de la plaza Piedrabuena con una navaja que estaba ahora en manos de carabineros. No dio más detalles.
Marco, con más fuego que miedo en el corazón, al término de las clases decidió que le pondría fin a todo esto.
La pequeña figura de Marco se adentró en la habitación oscura, cargando un oxidado martillo. Las piezas de ajedrez no pudieron resistir el embate del metal. Con múltiples y furiosos golpes, entre gritos, el niño destruyó los peones, las torres, los alfiles, los caballos, hasta hacerlos astillas. Ninguno sobrevivió la masacre. Cuando terminó, entre llantos, se retiró de la habitación maldita, esperando nunca tener que volver.
Cuando llegó a su casa, casi no se sorprendió cuando se encontró a su mamá llorando.
—Mi amor —le dijo ella—, mi vida se escapó el Julio Cesar. No está en ningún lado.
Elisa y sus vecinos barrieron todas las calles por más de una hora, al grito de “Julito” y “Julio César”. Silbaban y lo llamaban, le preguntaban a todo el mundo. Apresurada, la mujer le aseguró a su indolente hijo que lo encontrarían, que mañana pegaban papeles por todo el condominio, por todo Quilicura si hacía falta. Pero el niño no tenía lágrimas para llorar. Su corazón y su mente eran ambos una pesada masa gris.
Pasaron semanas antes de que Marco tuviera ninguna gana de ir a revisar. Sabía perfectamente dónde encontraría al Julio César, pero no quiso darle a él en el gusto.
De un día para otro Marco dejó de ir al taller de ajedrez, cosa que su profesor no se explicaba, porque antes era el primero en llegar. Dejó de ser tan participativo en clases y sus notas empezaron a decaer, pero nadie le dijo nada. Fue a visitar al Chucho varias veces al hospital, y lo encontró decaído, pero estable. Él tampoco sabía quién lo había atacado.
Esa tarde Marco no esperó a que se acabara el taller de handball para entrar, con los pies pesados, al callejón gris. Pasó junto al balancín y los columpios, soplados por el viento, y empujó la puerta roñosa con el hombro.
Se asomó. Ahí en el suelo, sobre el rudimentario tablero dibujado en el hormigón polvoriento, había un nuevo set de ajedrez esperándolo, con una apertura de peón E4. Las piezas eran más pequeñas que las anteriores, las negras estaban recién pintadas y las blancas aún no estaban amarillentas.
Marco se sentó, con la mirada totalmente oscurecida.
Tomó el caballo negro del lado de la reina y lo movió a C6.
Recién talladas, resultaba evidente que las piezas estaban hechas de hueso.