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Capítulo 1
El Paular, 1835
El monje salió corriendo hacia el claustro en busca del Prior. De nonas a vísperas éste permanecía recluido en su celda pero el asunto era tan importante que tendría que interrumpir su meditación. Llegó bordeando el extremo sur del claustro hasta la celda del Prior, la primera del lado oriental, e introdujo la mano en el hueco del torno junto a la recia puerta de madera. Encontró la cuerda y tiró de ella con fuerza tres veces, escuchando el sonido apagado de la campanilla al otro lado de la pared de piedra. Era la señal de emergencia tal como se la había enseñado el Prior. Pasaron unos segundos y escuchó los sonidos metálicos de la llave que giraba en la cerradura desde dentro. La puerta se abrió chirriando sus viejos goznes y asomó la cabeza del Prior, con los ojos entrecerrados, intentando hacerse a la luminosidad del claustro al atardecer.
-¿Qué ocurre, Hermano Pedro?
-Reverendo Padre, acaba de llegar un alguacil del Gobernador pidiendo verle enseguida, -respondió, inclinando la cabeza. No era del todo cierto, porque el emisario había llamado a la puerta del Monasterio con fuertes golpes para exigir la presencia del Prior de inmediato, pero el Hermano Pedro pensó que su superior no merecía tal muestra de falta de respeto y que, en cualquier caso, saldría a ver a tal personaje por razón de su oficio.
El Prior alzo la mirada hacia el reloj de sol sobre el claustro, el único con doble hora, itálica y babilónica, que servía para determinar los tiempos monásticos de la comunidad y le pidió al Hermano Pedro que dirigiera él la meditación de los novicios para la que apenas quedaban algunos minutos, mientras él atendía al visitante. Salió de la celda y cerró la puerta con la llave que colgaba de su cinturón. Su celda era la única con cerradura en todo el Monasterio, ya que como Prior necesitaba guardar cierta discreción en los asuntos de su cargo, mientras que el resto de la comunidad de monjes cartujos carecía de propiedad privada y por tanto, no había nada que ocultar o proteger de los demás.
Se tomó su tiempo recorriendo lentamente el claustro hacia el vestíbulo del Monasterio, deteniéndose de vez en cuando para admirar los bien cuidados macizos que formaban curiosas formas geométricas en el patio central del claustro y cementerio de la comunidad, alrededor del templete y de las diversas lápidas que indicaban la morada definitiva del cuerpo terrenal de anteriores priores. Una vez más se preguntó si su cuerpo hallaría reposo ahí mismo, entre sus hermanos, o lejos del monasterio. Y como tantas veces antes, expulsó el pensamiento de su mente, sometiéndose a la infinita y todopoderosa voluntad del Señor. Como había entrado el otoño las flores no abundaban en los macizos pero el patio estaba cargado de un aroma proveniente de unos jazmines que se enroscaban en las columnas del templete central. Se acercó al recinto de la portería y al cruzar el vestíbulo se colocó la capucha sobre la cabeza. Vio junto a la entrada al emisario, que paseaba nervioso, desde la puerta de la Iglesia hasta el zaguán, cubierto con su sombrero. Al ver llegar al Prior se llevó una mano al interior de la chaqueta y sacó un papel. El Prior llegó hasta él y le saludó.
-Reciba usted la paz de Dios, caballero -dijo el Prior, levantando el rostro. El emisario tendría unos cuarenta años de edad y vestía de manera muy formal.
-¡Ya era hora! -respondió el emisario secamente. Y desdoblando el papel, leyó a continuación:
-En Nombre de su Excelencia el Gobernador Civil, D. Salustiano de Olózaga, tengo el deber de informarle que, siguiendo instrucciones emanadas del Gobierno en su decreto del pasado once de octubre, quedan extinguidas las órdenes religiosas en todo el Estado, con excepción de las hospitalarias, debiendo ser incautadas todas las propiedades de las comunidades de religiosos, con efecto inmediato. Además y como consecuencia de ello, deben ustedes abandonar este edificio inmediatamente.
El emisario dobló el papel, lo introdujo en el bolsillo interior de su chaqueta, cruzó groseramente los brazos y se quedó plantado con una mueca de satisfacción, esperando la reacción del Prior.
Este, manteniendo la compostura, respondió con el mismo tono con el que había saludado: -Antes de continuar, usted sabe quién soy yo pero yo no sé quién es usted que ni se ha dignado responder como un caballero a mi saludo. Por tanto, le ruego, Caballero – recalcando la palabra -que se presente.
El emisario lo miró con incredulidad y con un gesto de superioridad, respondió con voz cansina: -Soy el Licenciado D. Miguel Bermúdez, Alguacil de su Excelencia el Intendente de Hacienda de la Provincia de Madrid, D. Fernando del Castillo, comisionado por el Sr. Gobernador para comunicar a todos los conventos y monasterios de la provincia el Decreto de Exclaustración mencionado.
-No dudaré de su palabra, aunque no ha mostrado usted aún documento alguno que lo acredite en su identidad ni en la labor que se le ha encomendado -replicó el Prior. -Sin embargo, así como usted necesita autorización de sus superiores para ejercer sus funciones, yo la necesito de los míos para actuar en respuesta a su requerimiento. Me pondré en contacto con mi Superior en la Orden y con su Ilustrísima el Sr. Arzobispo de inmediato para recibir instrucciones al respecto. ¿Dónde puedo localizarle a usted, Sr. Bermúdez?
El Sr. Bermúdez palideció y cerró los puños con fuerza. Siempre había sentido inquina hacia el clero, con ciertos visos de envidia hacia los sacerdotes por lo bien que representaban un papel que les permitía, casi siempre, vivir como curas, según el conocido refrán. Pero lo que menos soportaba era un cura ilustrado, porque liaban las palabras de tal modo que siempre se salían con la suya. Este era el primer aviso que daba y aún le quedaban cuatro más y ya aparecían problemas. El Gobernador y el Intendente le habían advertido que el Prior de la Cartuja de Rascafría era muy ladino y bajo esa cobertura de hombre humilde había un individuo astuto que se escabulliría como pudiera. Por eso le habían dicho que fuera a verle el primero de todos, para cogerle desprevenido, antes de que le dieran la noticia desde otros conventos o incluso desde el mismo Arzobispado. Este hombre era verdaderamente inteligente, porque no parecía sorprendido en absoluto y su reacción había sido muy fría. Habría que medirlo bien.
-Como usted sabrá, Ca-ba-lle-ro -y pronunció esta última palabra deteniéndose en cada sílaba, para hacerle ver que era una mofa -el Señor Gobernador representa la única autoridad legítima en la provincia, ya que es el delegado del Gobierno de la Nación. A su vez ha delegado en el Intendente de Hacienda para esta tarea. Me ha encargado personalmente transmitirle que tienen usted y sus... –se detuvo un segundo, pensando la palabra adecuada para zaherir al personaje que tenía delante -compañeros, dos horas para desalojar el monasterio con y sólo con, sus efectos personales, que serán comprobados a su salida.
-Como usted también sabrá, Caballero –repitió intencionadamente el Prior sin el retintín de la última palabra, para demostrar que ya no le era necesaria la mofa para estar por encima -este Monasterio es de la Orden de San Bruno, como lo ha sido durante los últimos cuatrocientos cuarenta y cuatro años y lo seguirá siendo hasta que el Decreto del Gobierno sea sancionado por la Reina Gobernadora. Todos los años recibimos a ciertos individuos que vienen reclamando hipotéticos derechos sobre las propiedades de la Orden, ciertamente apetitosas para los ambiciosos. Incluso hace apenas unos meses vino a vernos un compañero suyo para exigir de nosotros lo que usted pretende ahora, a tenor del Decreto del Conde de Toreno de disolución de las comunidades de religiosos cuyo número no superare los doce miembros. Su compañero tuvo que certificar que esta comunidad tiene treinta y cuatro miembros este año, por lo que pidió disculpas por el error y salió por esa misma puerta – la señaló.-Pero mire, vamos a hacer las cosas bien. Como estamos a cubierto, aparte de estar en un recinto sagrado y por simples formas de urbanidad, primero le ruego que se descubra y después le pido que me muestre el documento que acaba de leer y que espere a que yo lo lea también.
El emisario, Sr. Bermúdez, se quitó el sombrero al escuchar las palabras del Prior. Sin decir nada se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta, extrajo la carta doblada y se la tendió al Prior en un ademán brusco.
El Prior sonrió hacia dentro, deleitándose en su triunfo, desplegó la carta y la ojeó brevemente. Después se la tendió al Sr. Bermúdez que, sorprendido por la rapidez, la recogió, dobló y guardó de nuevo.
-Pues sí, lo que yo pensaba –respondió el Prior. –Parece que tiene usted la autoridad suficiente para presentarse en nombre del Señor Gobernador –el Sr. Bermúdez pareció relajarse. -Pero –el emisario volvió a ponerse tenso -esta notificación, aunque formalmente entregada, no tiene efectos inmediatos porque debe ser sancionada por la Reina Gobernadora María Cristina, para convertirse en Real Orden, como le he indicado. Comprobará usted que en el documento no se hace mención alguna a fecha de entrada en vigor y únicamente consta que el Gobierno preparó el pasado día once de octubre el Decreto de Exclaustración. Por consiguiente, le agradezco la cortesía de comunicarnos la intención de las autoridades y le ruego venga de nuevo por aquí cuando tal intención sea una decisión firme.
-¡Pero Señor, yo tengo instrucciones de ordenar y ejecutar el desalojo de este -Monasterio de inmediato! –replicó un tanto descompuesto el emisario.
-El Prior dejó pasar unos segundos y sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, bajó la voz y respondió, muy calmadamente: -Pues dé por cumplida su instrucción y salga usted de aquí. Le informo que la autoridad dentro de estas paredes soy yo y le estoy pidiendo con respeto y humildad que se marche.
-¡Y yo le respondo que por orden del Señor Gobernador tienen ustedes que desalojar el Monasterio ahora mismo y si no lo hacen de buena gana, tengo un retén de guardias ahí fuera esperando mis instrucciones para sacarlos por la fuerza! ¡usted elige!
-No, -volvió el Prior a bajar la voz casi al nivel de un susurro sin dejar de mirarle -es usted quien debe elegir. Usted Sr. Bermúdez, que antes de trabajar para el Sr. Intendente estuvo como secretario de los Marqueses de Pombo, en su residencia de Porquerizas. –El emisario fue mutando el color de su rostro, del morado de indignación hacia el pálido mortecino. -Allí sufrió usted la tentación de hurtar unas joyas que la Sra. Marquesa había dejado un día en su gabinete y pecó, pero además fue sorprendido en la puerta por los guardias del Sr. Marqués que con su tradicional caridad cristiana renunció a denunciarle y le dejó marchar, naturalmente sin su botín, pero con la condición de no volver jamás a verle y ¡vaya por Dios!, habiéndole hecho firmar a usted un documento de arrepentimiento que, por azares del destino, está siendo enviado al Sr. Intendente mientras estamos hablando. Si no remito una instrucción al correo que porta dicho documento, tenga usted por seguro que el Sr. Intendente lo tendrá en su poder antes de las ocho de esta tarde, mucho antes de que pueda usted, o quien usted ordene, llegar a impedirlo.
El Sr. Bermúdez abrió los ojos y la boca aturdido por la sorpresa. ¡No podía creérselo! Se sintió acorralado, perdido, de nuevo con la nauseabunda sensación de que perdía el control de su vida. ¿Cómo habría sabido lo de los Marqueses? Había entrado de joven a su servicio y llegó a ser secretario personal del Marqués. Pero éste lo trataba como si fuera un gusano, despreciando su labor y ridiculizándolo constantemente delante del resto del servicio y de sus amigos. Bermúdez aguantó mucho tiempo pero un día en el que el Marqués había sido especialmente cáustico con él, decidió vengarse cogiendo un collar de perlas y unos pendientes que la Marquesa había dejado en el gabinete, convencido de que le echarían la culpa a una joven limpiadora que acababa de entrar a trabajar en la casa y que aún no gozaba de toda la confianza. Pero la casualidad quiso que el propio Marqués acudiera al gabinete justo cuando Bermúdez escondía el collar y los pendientes en el bolsillo del pantalón. El Marqués, hombre inteligente y despierto, observó la acción pero no dijo nada y aparentó indiferencia. Más tarde, instruyó a la guardia de la puerta para que a su salida, el Sr. Bermúdez fuera meticulosamente registrado. La guardia encontró las joyas, informó al Sr. Marqués y éste hizo conducir al Sr. Bermúdez a sus aposentos. El pobre diablo, desesperado al verse descubierto, juró que recogió las joyas para dárselas a la ama de llaves para guardarlas y las había olvidado en su pantalón. El Sr. Marqués le respondió que le había visto cómo furtivamente guardaba ese pequeño tesoro, no para entregarlo, sino para sacarlo de la casa y venderlo. Le amenazó con la justicia penal, cuya pena implicaba al menos cuatro años en prisión y la publicidad del delito. El Sr. Bermúdez, desecho, le suplicó que lo perdonara, que haría lo que fuere menester, pero que lo perdonara.
El Sr. Marqués se apiadó del pobre hombre y decidió renunciar a denunciarle, pero resolvió hacerle firmar ese documento que lo incriminaba, por si hubiere de hacer uso del mismo en el futuro. Después lo despidió con lo puesto, haciéndole prometer que nunca más volvería a cruzarse en su vida. Después de esto, Bermúdez sirvió en dos casas de Valladolid, para regresar a Madrid recomendado por su último señor, que conocía al Sr. Del Castillo, recién nombrado Intendente de Hacienda de Madrid. Este lo asignó a la unidad de alguaciles, en la que trabajaba desde hacía casi un año.
-Pero, ¿cómo sabía usted que yo venía a desalojar el Monasterio? Y, ¿cómo ha conocido de la existencia de ese documento? Y si lo que dice es cierto, ¿cómo puede impedir que el Sr. Intendente lo lea, si no hay tiempo para volver hasta Madrid antes de esa hora?
-Sr. Bermúdez, cuando el Señor está al lado de uno, todo es posible. En cuanto a mis instrucciones, tenga usted por seguro que, si abandona el Monasterio ahora mismo, llegarán a tiempo; verá usted una paloma blanca, que como sabe es el símbolo del Espíritu Santo, sobrevolar sus monturas en dirección a Madrid. Es más, de ahora en adelante, todos los días debo enviar instrucciones de no entregar el documento; si no, irremediablemente éste llegará a su superior antes de que usted pueda hacer nada.
-¿Cómo sé yo que esto no es un burdo engaño, urdido por usted con el Marqués, para hundirme de nuevo, impidiéndome cumplir con mi cometido?
-Porque se lo digo yo, Sr. Bermúdez, que sé desde antes que usted mismo lo conociera, que vendría a verme con ese comunicado. Y en cualquier caso le reitero que es usted quien elige. Si desea creerme o no, es cosa suya. ¿Qué decide, desalojamos el Monasterio o se va usted sólo, con la guardia de ahí fuera, naturalmente?
El Sr. Bermúdez paseó nervioso por la sala y después, acercándose a la puerta, se volvió hacia el Prior y apuntándole con el índice de la mano derecha, le espetó: -¡Me voy, pero usted sabe que el desalojo es inevitable! ¡Si un día aparece ese infeliz documento por la mesa del Sr. Intendente o del Sr. Gobernador, le buscaré a usted hasta en el infierno para sacarle las tripas con mis propias manos!
El Prior sonrió y le respondió: -Sr. Bermúdez, tenga por seguro que entiendo que la expropiación es cierta y que en pocos días será efectiva. Sepa también que, mientras se comporte usted con la debida corrección en sus quehaceres oficiales yo seguiré controlando su testimonio de arrepentimiento. ¡Y por último, no sé si yo iré al infierno cuando Dios lo decida, pero rogaré por usted para intentar evitárselo!
El emisario no respondió, abrió la puerta, salió y la dejó cerrarse con un portazo. Desde dentro, el Prior le oyó decir al capitán de la guardia: -Nos vamos, Capitán. Ya están informados estos curillas. Vamos, que hay que regresar a Madrid.
El Prior suspiró, echó el pestillo y el cerrojo de la puerta de entrada y salió del vestíbulo para volver al claustro. Al cruzarse con el Hermano portero, que regresaba de atender la meditación de los novicios, le dio un papelito enrollado y atado con un cordel y le indicó que fuera al palomar y soltara una paloma blanca con ese mensaje. Después entró en su celda y corrió el cerrojo.