Chapter 1
A pesar de que hacía tiempo sus días ya no tenían hora ni necesitaban del reloj, Guzmán nunca había dejado de despertarse ni bien despuntaban los primeros rayos del sol. Su cuerpo o su cerebro, vaya uno a saber cuál de los dos, acostumbrado a una vida atareada y dedicada al trabajo y a su familia, metódicamente daba la orden de despertarse todos los días a la misma hora. Su amada familia, y su confidente médico, se habían agotado de reiterarle los beneficios del sueño prolongado a su edad, pero de nada había servido. Era normal verlo abrir las persianas de toda la casa antes de las ocho de la mañana, para luego dirigirse a la cocina y comenzar con su otra diaria y metódica tarea: la preparación del desayuno. Quizás no fuera responsable con sus hábitos de sueño -pocas veces lograba dormir más de cinco horas-, pero si de algo todos estaban seguros era de su excelente alimentación. Durante el transcurso de su vida, Guzmán había sido un amante empedernido del deporte y de la buena nutrición, y lo había transmitido eficazmente a sus descendientes. Con seis hijos y casi el triple de nietos, el viejo se enorgullecía de la cantidad de deportistas y profesionales de la salud que había entre ellos. Todos en la familia estaban acostumbrados a que Guzmán liderara los grupos encargados de los almuerzos familiares, y estaban encantados con ello. Como todo anciano, este también tenía sus momentos de decaimiento, y su conciencia tambaleaba entre la incertidumbre y la certeza en varias ocasiones, por lo que verlo tan feliz planificando las comidas de los encuentros y fiestas de la familia era un motivo de alegría para toda la casa.
Volviendo a aquel día, Guzmán, mejor conocido entre sus allegados como Toto, ya se encontraba en la cocina cuando los primeros rayos del sol inundaban el hogar. A pesar de su afición por las artes culinarias, había otro motivo, podríamos decir intrínseco, por el cual el Toto mostraba tanta devoción a la cocina: su tan querida Ida. No había nada, absolutamente nada en el mundo, que se pudiera interponer entre ellos dos. Guzmán había vivido hasta el momento más de ocho décadas, pero su pasión por Ida tenía siglos de antigüedad. Entre sus familiares y cercanos se solía decir que su amor provenía de varias vidas pasadas; que luego de buscarse en tantas vidas y tantas muertes, finalmente se habían encontrado, y que sus almas trascenderían el tiempo infinito para amarse hasta que nada existiera en el universo más que su amor. Este cuento era una manera tierna de ver a los abuelos de la familia, contado a los nietos de estos en sus años de infancia. Sin embargo, a medida que los niños crecían y comenzaban a atravesar las tempestades del amor, poco a poco se convencían de que algo más que un ápice de verdad se escondía detrás de esta fantasía. De esta manera, allí iba Guzmán, preparando un gran desayuno para llevar a la cama a su amada: tostadas con mermelada, jugo de naranja recién exprimido y el café negro que tanto gustaba a ambos desde que tenían conciencia. Evidentemente, la receta del desayuno no era excesivamente compleja, pero la dedicación y el amor con que el Toto lo preparaba haría estallar de congoja hasta al más insensible de los humanos. Así empezaba el día en la casa de los pueriles abuelos; Guzmán llevaba el desayuno al cuarto, donde sabía que Ida ya se estaría desperezando. Aunque solía dormir más que su marido, Ida no lograba mantener mucho tiempo el sueño sin su amado a su lado, como si su cuerpo sintiera la diferencia de peso en la cama al instante. Junto con el desayuno para ambos, el anciano traía consigo el diario del día, que alguien de la familia siempre se encargaba de ir a buscar temprano en la mañana. Así transcurría la primera parte del día en el cuarto de la tierna pareja: el olor del café se mezclaba con los comentarios de las noticias, creando un ambiente propicio para el amor y la convivencia senil. Sus edades avanzadas se reflejaban en la dificultad de ambos ancianos para comunicarse con las personas, pero entre ellos jamás existió ni el más mínimo desentendimiento o fallo de comunicación. ¿Cómo podría existir un desentendimiento? Si después de más de medio siglo juntos los viejos no necesitaban más que una mirada para entenderse. Poco a poco, la pareja iba necesitando cada vez más ayuda para las actividades físicas cotidianas, pero en cuanto a su convivencia, este hombre y esta mujer podían prescindir de todas las personas de la tierra. Entre Ida y el Toto existía una conexión inefable pero palpable, si uno se encontraba presente en sus extrañas pero admirables charlas. Incluso, sus conversaciones dejaban lugar para el humor, ese que tantas parejas van perdiendo con el paso del tiempo. Al ser preguntado por esta cuestión, Guzmán solía responder siempre lo mismo: “El problema de casi todas las parejas no es el paso del tiempo, es el paso del amor”.
Cerca de las diez de la mañana, el Toto salía de la habitación para proseguir con las tareas rutinarias. Ida, cada vez más aquejada por los dolores propios de la vejez, prefería quedarse descansando, a pesar de las recomendaciones de su marido de caminar un poco a la mañana. De esta manera, Guzmán comenzaba por hacer la lista de las compras necesarias para el almuerzo y la cena del día. A regañadientes, hacía un tiempo que el anciano había aceptado la contratación, por parte de su familia, de un empleado para ayudar con la limpieza de la casa y con las compras del supermercado y la farmacia. Durante mucho tiempo el viejo se había negado, alegando que se encontraba en un óptimo estado físico y mental. No obstante, luego de una serie de caídas y de perder el sentido de la ubicación una vez en plena calle, finalmente había aceptado las súplicas de su familia. En consecuencia, un joven afable y risueño llamado Federico llegaba todos los días cerca de las 9 de la mañana a la casa, donde ayudaba al reticente pero cada vez más confianzudo anciano con sus tareas del día. Guzmán, de este modo, anotaba las compras necesarias y otras actividades que, siempre de buen humor, Federico cumplía a rajatabla. Solo había una actividad en la que el Toto no dejaba que nadie se inmiscuyera; esta era, evidentemente, la preparación de las comidas. Con atenta mirada de Federico por si acaso se necesitaba su ayuda, el viejo de pelo cano preparaba las más variadas pero siempre saludables recetas: carne rellena con verduras al horno, filetes de merluza gratinadas con diferentes ensaladas, entre muchas otras. Al joven empleado le sorprendía la dedicación de este hombre que, después de tantos años de casado -contrariamente a lo que muchos pensarían- ponía cada vez más empeño en sorprender a la mujer de su vida. A Federico le gustaba analizar la mirada del viejo; sus ojos, detrás del amor y la dedicación, denotaban una casi triste melancolía, como si su jovial actitud no fuese más que una bella mentira para no hacer frente a la ineludible verdad de la vida y de la muerte.
El almuerzo transcurría casi en silencio; a pesar de la insistencia de Guzmán, Federico prefería comer luego, para en ese momento estar a su entera disposición. Por su parte, el anciano preparaba y decoraba su plato y el de Ida, el segundo con mayor esmero que el primero. Sin lugar a dudas, sus platos perfectamente podrían ser los de una cocina profesional, pero el Toto nunca estuvo interesado en servir a desconocidos; solía decir que cocinar y elaborar un plato para un desconocido, sin amor y solo por los beneficios económicos, sería como pintar un cuadro sin pinturas, usando solo pincel y agua. El único motivo de la excesiva entrega del anciano hacia la cocina era ver una sonrisa en el rostro de sus familiares, principalmente en el de su amada Ida. Nada lo complacía más que ver sonreír a sus allegados, y constantemente decía, como si de un aforismo se tratase, que ese debería ser el fin principal de la vida de toda persona. Ida lo supo desde un primer momento, por lo que el fin principal de su existencia siempre fue que Guzmán no dudara del aprecio que ella sentía por él, y lo agradecida que estaba por su devoción.
Al caer la tarde, luego de que la pareja descansara unas horas en el cuarto, varios de los hijos de estos, con sus respectivos hijos, llegaban a la casa para merendar y pasar un tiempo juntos. Los nietos, algunos ya jóvenes adultos, siempre habían admirado al Toto y a Ida, aunque últimamente solían relacionarse y charlar más con el hombre. Este, por su parte, aducía este hecho al deterioro físico y mental de su Ida, aunque nunca tuvo la intención de conversar sobre el tema. Así transcurría el día en esta casa feliz; una casa no muy grande en tamaño, pero repleta de memorias, nostalgia y risas. Al retirarse la familia, ya entrada la noche, la casa se sumía en el más profundo de los silencios, como si ella misma hubiese estado aguardando ese momento de paz durante todo el día. Federico se retiraba al llegar la familia y, cuando esta se marchaba, algún hijo de los ancianos se quedaba a pasar la noche. Los hijos, siempre de buena manera, se turnaban semana a semana para pasar las noches en la casa, molestando lo menos posible a Guzmán; esta fue la condición impuesta por el viejo para aceptar la compañía. Con el paso del tiempo la pareja había perdido el apetito a la noche, por lo que el Toto preparaba una simple y austera cena que compartían en la cama.
A continuación, ya llegando a esta hora final del día y luego del rutinario té -de menta para Guzmán y de manzanilla para Ida- después de la cena, Guzmán se encarga de su otra actividad favorita además de la culinaria: el momento de lectura. Con un entusiasmo propio del más ávido y antiguo lector, sumado a su pasión por leer en voz alta para su dilecta Ida, Guzmán recita alguno de los autores favoritos de la pareja: Onetti, García Márquez, Benedetti, entre otros. Por lo general, siendo consciente de la empobrecida memoria de su esposa, el Toto elije cuentos cortos o poemas de alguno de estos autores, y los lee con su voz atrapante y vetusta, aunque no oxidada. En un determinado momento, el anciano escucha, proveniente de Ida, la típica respiración profunda de la soñolencia, momento en el cual sigue leyendo, pero para sí. Finalmente, sintiendo el cansancio, aunque sabiendo que no conciliará el sueño hasta dentro de dos o tres horas, el Toto apaga la veladora y se sume en sus pensamientos.
En este momento, ensimismado durante lo que podrían ser horas o minutos, el anciano suele pensar en su vida en retrospectiva, cavilando sobre cada una de sus decisiones, nimia o importante, que se fueron transformando en un todo hasta llevarlo al instante actual. En ese preciso momento, su mente tambalea entre su vida y la vida, tan similares pero tan diferentes a la vez. Guzmán, el querido Toto, acaba de tener en ese segundo un puntito de lucidez en la oscuridad tan clara de su conciencia. Un microsegundo es suficiente para hacerse las preguntas que todos los días se hace, aunque luego nunca las recuerde: “¿Verdaderamente soy feliz así? ¿Acaso mi mente me traiciona? ¿O, en todo caso, me protege?”. Esas preguntas entran como rayos vitales de sol en la oscuridad, o caen como gotas contaminantes de petróleo en el mar; según cómo se lo mire. Lo cierto es que esta situación siempre dibuja una sonrisa en la comisura de los labios del viejo, vaya uno a saber si irónica o inocente, quizás ambas. “¿Es la realidad objetiva la que debe predominar? ¿O es la realidad subjetiva, tan nuestra y de nadie más?” se pregunta Guzmán mientras su conciencia se vuelve a sumir en la oscuridad -en la luz- de la comprensión; es lo último que piensa en el día. Luego, de manera espontánea como todas las noches, el Toto susurra al oído de su querida Ida “buenas noches, amor mío” antes de dormirse; susurro que, sin embargo, nadie escuchará, porque Ida no se encuentra durmiendo a su lado; porque Ida hace muchos años que ya no pertenece a este mundo. Ida hace mucho tiempo que ya no habita en la casa ni en el universo de su Guzmán; hace muchos años ya que no puede saborear las excelsas comidas de su amado, aunque este las sigue y seguirá preparando, como si buscara ver cada día, por última vez, esa sonrisa de emoción tan característica de quien fue y siempre será la mujer de su vida.