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Al viejo del barrio le fascinaban los libros. No solo le gustaba leer como a cualquier ávido y asiduo lector, sino que la gente lo consideraba adicto a ellos. Nadie recordaba la última vez que se lo había visto por ahí sin un libro debajo del brazo; eran una extremidad adicional de su cada vez más obsoleto cuerpo. Con el pasar de los años, había desarrollado la capacidad de leer mientras caminaba o a la vez que llevaba a cabo cualquier actividad. A decir verdad, el viejo tampoco hacía mucho en sus días. Su rutina consistía en leer de sol a sol; se despertaba con las primeras luces del alba y no se lo veía más luego del crepúsculo vespertino. Salía de su casa solo cuando era de imperiosa necesidad, y lo hacía, casi siempre, con alguno de sus tantos libros como su único petate. Sin embargo, había un día en el que abandonaba su hogar sin ningún libro, aunque sí regresaba con una carga variopinta de estos. Dichos días eran los domingos, cuando pasaba toda la mañana recorriendo la feria del barrio y las librerías aledañas, y llegaba a su casa cargado de todo tipo de textos, además de alguna compra indispensable para el día a día.
Entre los niños del barrio el viejo se había convertido en una historia de fantasmas y maldiciones. Pasaban horas discutiendo y narrando leyendas sobre el origen de este misterioso hombre. Los adultos, aunque escuchaban entre risas estas alocadas invenciones, a veces no podían ocultar su leve inquietud con el tema. Y es que, en efecto, nadie sabía a ciencia cierta cómo había llegado el viejo a la barriada. Ni los más ancianos, algunos de los cuales vivían en el barrio desde su consolidación como tal, podían recordar en qué momento había arribado el viejo ni a qué edad. Nadie, por más joven o anciano que fuera, había conocido a este misterioso señor en su juventud. Este hecho trascendió en las historias de los infantes, consolidándose como la leyenda urbana característica del barrio, contada por los más chicos de generación en generación.
Sin embargo, a pesar de la esencia sibilina que emanaba de la existencia del viejo, jamás se había animado alguno de los vecinos a indagar, a inquirir, a confrontarlo directamente. No es que el viejo no hablara con la gente del barrio-aunque ciertamente no se lo podía considerar una persona extrovertida ni afable-, era algo que iba más allá de su personalidad. Era su mirada; sí, sin dudas su mirada: sus ojos transmitían una sensación inefable pero abstractamente concisa. Mirar al viejo a los ojos producía en uno un sinfín de emociones y afecciones tan singulares como indescriptibles. Sus ojos eran oscuros, pero no opacos; sus pupilas tenían el color y la intensidad de una noche cerrada, como si detrás de ellas se ocultaran todos los misterios del universo y de la vida.
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Las 3:15 de la tarde, cuando sonaba el timbre de salida del liceo, era la hora más feliz del día para Javier, un chico jovial, aunque bastante introvertido, de 14 años. Por su gran altura y su potente voz, la gente solía adjudicarle un par de años más a los que en realidad tenía; este hecho hacía que su apodo, Javiercito, fuera tan contradictorio como divertido. Javiercito salía del liceo como todo estudiante: con sus amigos, riendo y contando los sucesos del día de las diferentes clases. El grupo de estudiantes se iba disgregando a medida que cada uno tomaba el camino hacia su respectivo hogar. Javier caminaba una cuadra hasta la parada, donde junto a otros dos amigos -uno de su misma clase, el otro un año más chico- esperaban el mismo ómnibus. Durante el no muy largo viaje, los tres colegas hablaban sobre las noticias liceales: comentaban los chismes de amores rotos o nuevas parejas, relataban las increíbles crónicas de los partidos de fútbol de los recreos y, en menor medida, discutían los temas del siguiente escrito. Matías, el compañero de clase de Javier, se bajaba cuatro o cinco paradas antes que los otros. Octavio, un chico de 13 años pero que aparentaba menos, seguía el viaje junto a Javier hasta bajarse en la misma parada; vivían en el mismo barrio, a tres cuadras de distancia, y eran grandes amigos desde que tenían conciencia.
Las tardes en el barrio transcurrían, casi sin excepción, de la misma manera todos los días. Javier y Octavio, luego de merendar al llegar del liceo, salían a encontrarse con el resto de los amigos de la barriada, cerca de las 5 de la tarde. El grupo de amigos era tan sano como heterogéneo: cerca de 10 chicos y chicas, desde niños de 9 años hasta adultos de 19, componían el clan de jóvenes locales. Partidos de futbol en la calle, salidas en bici o simplemente charlas sobre fantasmas y chismes eran las actividades favoritas de estos chicos. Todos ellos conocían bien las historias sobre el viejo de los libros, y en las tardes y noches de lluvia, cuando los padres suelen insistir en que sus hijos no estén en la calle, se juntaban en alguna de las casas a debatir las teorías que cada uno tenía sobre este hombre. La sede habitual para estas noches era la casa de Florencia, una chica de 18 años -la segunda más grande de todo el grupo- quien, aunque no creía en las habladurías sobre el viejo, se divertía al verlos discutir y divagar sobre las distintas explicaciones. Los padres de Florencia, quienes hacía más de 20 años eran dueños de una empresa de viajes, solían ausentarse por varios días todos los meses, cumpliendo con las obligaciones de un trabajo tan bello como sacrificado. De esta manera, desde niña, Florencia se vio obligada a lidiar con la soledad y las responsabilidades que esta conlleva. En dichos días, su abuela llegaba a la casa para hacerle compañía, pero a medida que pasaban los años y su cuerpo y mente mostraban claros signos de deterioro, esta compañía se volvió cada vez más esporádica.
Aquella noche de julio, fría y lluviosa, era una oportunidad idónea para estos encuentros de historias y escalofríos. Una niebla gravitaba por las calles y todo lo envolvía: autos, veredas, historias, nostalgias, edificios, penas, niños y viejos; todo se mezclaba en un aura indescriptible, pero tan característica del barrio como su calle principal. Por si algo faltara para culminar la escenografía de la noche, los padres de Florencia se encontraban de viaje; en su casa solo estaba su querida abuela, que no solía salir mucho de su cuarto y que, de todas maneras, tenía una excelente relación con los amigos de su nieta.
Fue así como, alrededor de las 9 de la noche, los chicos fueron llegando a la residencia de Flor. Era una casa amplia y sumamente acogedora, con un living de grandes ventanales por donde se veía caer la lluvia en el patio interno, y con una majestuosa estufa a leña, punto de encuentro del grupo para soportar las inclemencias de las bajas temperaturas. Javier y Octavio, juntos como siempre, llegaron a las 9:15, siendo de los primeros en arribar. En los siguientes 40 minutos fueron llegando el resto de los amigos y amigas. Lo primero que hicieron, luego de agruparse alrededor de los troncos llameantes, fue encargar pizza y helado, el menú habitual de estas noches. También habitual era la discusión para decidir los sabores del helado; hacía un tiempo el grupo había decidido que cada persona tendría el poder de veto de un gusto. De esta manera, menta granizada, sambayón y algún gusto más exótico siempre eran vetados, a pesar de los largos discursos en su defensa por parte de algunos de los chicos. Florencia solía decir que la disputa por el helado era más engorrosa que las discusiones en el Consejo de Seguridad de la ONU, lo que provocaba estentóreas risas en los demás, incluso en los más chicos, quienes posiblemente reían para no sentirse excluidos de un chiste que escapaba a su comprensión. Finalmente, en esta ocasión, el grupo se decidió por el siempre presente dulce de leche granizado, chocolate con nueces (Natalia, una alegre chica de 14 años, logró esta elección luego de un eminente discurso sobre la combinación de los sabores) y frutilla.
Como siempre, estos grandes amigos tuvieron una amena noche, comentando los hechos de los días recientes en cada liceo, y los más grandes contando las novedades del mundo universitario. Ya entrada la madrugada, al momento del helado, la conversación viró hacia el viejo de los libros. Ninguno de los jóvenes proponía hablar sobre el tema, pero tarde o temprano, en estas noches, el grupo siempre terminaba discutiendo sobre el vetusto sujeto. Sin embargo, esta ocasión fue diferente. Quizás era el intempestivo frío de julio que calaba hasta los huesos provocando escalofríos; quizás era la niebla que envolvía la casa en un aura mágica; quizás, simplemente, era el crepitar de las llamas en la estufa -el fuego siempre es aliado del misterio-. Lo cierto es que esta noche todos, inconscientemente, notaban la diferencia. La charla sobre el viejo no se dio, como solía darse, de manera desordenada, con tres o cuatro voces hablando a la misma vez; en esta ocasión, por alguna razón, el grupo estaba más serio y callado. Cuando uno hablaba, el resto escuchaba atentamente, como si cada uno estuviese dando el último discurso de su vida. Juan Ignacio, de 19 años -el más grande del grupo-, contó que en los días recientes había visto al viejo diferente, más inquieto; “parecía desconfiar de todos”, dijo.
Así transcurrieron las horas, y los amigos se fueron adentrando en las fauces de la noche y el misterio, casi sin darse cuenta. Solo las chispas en la estufa, cuando Florencia avivaba el fuego, los hacía volver un segundo a la realidad. Luego, como las chispas y el humo que ascienden y desaparecen por la chimenea, el mundo y el reloj desaparecieron para estos jóvenes, absortos en la conversación. Cerca de las 3:30 de la mañana, la lluvia amainó y el barrio se fundió en un silencio absoluto. De repente, cuando la charla se estaba desviando hacia otros temas, Juan Ignacio soltaría el comentario que cambiaría el transcurso de la noche...