Write a Review

The portrayal of lonesomeness (En edición).

All Rights Reserved ©

Summary

Tras la peripecia de su hermano por medio de cierto infortunio de sustancias sin providencia, el pequeño Hunter Bartlett, de 15 años, permanece opreso en una poco concurrida familia de Glasgow consternada a base del incidente. A contracorriente, la tramitación de la vida de Hunter cambiará con un desdén insalubre, atándolo en un mohín de epifanías procelosas y atípicas en su conducta, como sinónimo de que todo lo que creía que era, no lo era ciertamente.

Genre:
Other / Mystery
Author:
the ash one
Status:
Ongoing
Chapters:
3
Rating:
n/a
Age Rating:
16+

Capítulo 1

Memorias gélidas.


Me encontraba acoplado en el suelo barnizado, aun cuando mi padre fustigaba desde la otra habitación. Llevaba más de una semana sin comer con decencia algo apetitoso. A mi alrededor todo resultaba impertinente. Mi corazón me decía que tenía que alimentarme, que debía remarcarlo con algo de firmeza, pero mi cerebro era más fuerte, haciéndome desentender dichas rúbricas. El eco tesonero de las ruedas de los automóviles, reclusos en su estancamiento por la autopista circundada debido a la locomoción, se hacía presente cada mañana, mientras los caliginosos tonos de la luz del albor se posaban con suavidad sobre mi amodorrado rostro. Ahora lo agradecía. No comprendía si lo hacía por buscar serenidad o por simple terquedad, pero siempre dejaba un pequeño atajo a la glacial brisa del exterior por medio de la quebradiza ventanilla que tenía en mi habitación. El sistemático sonsonete aparece. El trepidante sonido se oscila en lo más profundo de mis oídos.


El traqueteo retumba en mis tímpanos, tal vaivén es música para mis necesitadas orejas en busca de rectitud, de algo que calme mis arterias desmejoradas. Cada día me permito detallarme en el pequeño vidrio que se posa en el pasillo, veo mi exinanido cuerpo, desprovisto de salud y la notable falta de posición que mantengo en evidencia. Si tan solo robusteciera mi complexión diría que me veo como alguien salutífero, pero me encontraba frente a la ventana, carente de toda lozanía. Con el corazón descuidado de interés por vivir. Aún aturdido. Ese momento de vacilación en que reparo en mis conflictos internos realmente me sofoca de pies a cabeza, no tendría que renombrarlos. Pero el miedo me sojuzga, haciéndome sentir cicatero. No encuentro un silogismo adiestrado para no llegar a estas recapitulaciones tan precipitadas, la imperturbabilidad no es algo típico para mí en estos tiempos.


Por momentos pienso en lo poco que falta para el decimosegundo cumpleaños de Jamie. Todo era parsimonia hasta que pasó lo del auto, ese infame día que lo vi por postrimera ocasión. Era tan grácil y enérgico como siempre lo fue, pero se eclipsó. Por culpa de los malditos autos ya no se encuentra a mi lado. Me descoloco.


Estábamos viendo televisión, el reportaje nocturno no era algo muy salado de ver, pero me sacaba de la realidad a instancias, que agradecía con entusiasmo. Me estaba llevando una tostada con mantequilla y jitomates a la boca, con mis mejillas carmesíes, retratando el temperamento de un potencial pelmazo plasmado en mi rostro. Aun así, disfrutaba el momento. Era imprescindible el abrupto ruido de los atolondrados neumáticos, que indicaban un feroz paso de vehículos sin miramientos, consumidos por la convulsión de su compleja e intrincada vida. Estando absortos de autonomía, se convierten en aparatos mecánicos, presos de imprecisión. Por la tarde sentía mucho frío, mi abrigo de lana no me era suficiente para impedir el paso de la gélida ventisca, era la viva efigie de un condenado escarchado en hielo, tal como en un viaje a Alaska o al Everest. Me encargué de buscar la luna en la cima del cielo, traté de entenderla, la observé, estática y apresada en el cielo. Poco simétrica, pero apolínea si te fijas bien. Me di cuenta del colapso mental que tenía, examinándola, ahora pienso en lo poco sensato que me veía en ese estado de merodeo palpable. Pintoresco.


Un fuerte estrépito del callejón atrajo la atención de todos, como un imán sórdido en toparse con metales a su directo paso. Papá fue el primero en verlo en esas condiciones. Me perdí en mis pensamientos, deposité la mirada en el cenicero, rodeado de mundanos vasos con whisky y vodka de buena calidad (según mi tío Ralph), percibí con pesar que estaba rodeado de adictos al placer irreconciliable. Presencié a mi familia ser sometida a una relación deletérea con el alcohol y el tabaco. Durante los subsiguientes segundos no visualicé nada más allá de la elegancia de los platillos que yacían en el mesón central. Dispersos en los once platos de la mesa de centro, los pudines de Yorkshire, los Cornish horneados, el puré con salchichas escocesas y las galletas Jaffa con té. Era la primera vez que comía algo tan sustancioso desde la tediosa mudanza. Un mes atrás habíamos arribado en Glasgow, yo apenas comía, era tan extraño verme ingerir alimentos que hasta mis padres alucinaban con reciedumbre, y, no obstante, la comida, como conjetura, seguía estando delusoria y seca, o por lo menos yo la sentía así todo el tiempo. El poco espacio dentro de mi boca amenazaba con querer salirse del fuerte antojo que aquello me provocaba. No tenía remedio alguno.


El cernidillo golpeó con desdén los ventanales, el cuidadoso vaivén mañanero que solía estrellarse junto con el alba, no estaba más. Se disipó. Como si buscara alejarse de mí. Era como la representación del retraimiento, de la desolación y la incredulidad. Recuperé la compostura cuando dejé de examinar los aperitivos con una regocijante mirada. Pensé. El aire entraba con ferocidad, buscando espacio firme, la plétora plenitud hogareña fue interrumpida por clamores y exorbitantes ataques clamorosos del viento, que no cesaron ahí mismo. Pasé una desproporcionada cantidad de tiempo desentrañando el mensaje que el frío me dictaminaba. Los cuadros de la pared, con irrazonable fuerza, estaban depositados en el alfombrado de cuadros marrones con tirantes dorados. Las mayólicas a los pies de la entrada; mojadas y lubricadas. El tintineo de la lluvia al golpear las ventanas producía un efecto adverso a lo que quería sentir en realidad. Necesitaba una escapatoria practicable, que fuese necesariamente adyacente a lo que requería en ese instante.


El hombre entró por la puerta, empapado, noté su expresión corporal en correlación al momento, creo que pasaron unos segundos hasta que un cuerpo inmóvil apareció sobre los brazos de papá. Jamás lo olvidé, y ¿cómo podría haberlo hecho? Busqué en los expectantes un código escueto, algo que me dijera qué estaba sucediendo ahí mismo, un cifrado mensajero que me hiciera entender por qué mi hermano permanecía estacionario sobre el sofá del vestíbulo, rozando la caquexia. Me sentía dubitativo, con expresa confusión relatada en mi aletargado rostro. Con el escalofrío que me recorría por la médula espinal, buscaba algo razonable. Algo que pudiese sosegarme. No conseguía apelar a la calma de manera natural, y más allá de todo, me estaba despavonando pensándolo a fondo. El escenario no fue procesado con excelencia, caí en la desesperación.


Debo reconocer que en ese momento me encontraba relativamente anhelante, necesitaba saber qué le había ocurrido a Jamie. Aunque ya lo supiera. No fue nada ingenioso haberle proporcionado esos dos altivos gramos de cannabis, los que específicamente no debía darles, y, además, sin alguna fija prescripción socorrista de por medio. El dispensador comercial de mi vecino siempre estaba a servicio de quien quisiese abastecerse, era algo rutinario; no estaba al tanto de las otras sustancias en la lista de Bruno, pero sabía que su desdeñoso éxtasis provenía de allí, como embelesado. Solemne. Hay que aceptar que su amateurismo fue bastante encomiable, Bruno siempre sabía qué hacer en cada momento, siempre le consideré alguien pulcro.


Únicamente ese día, falló. Y junto a él, me dejé caer también.


—¡Vamos, Hunt! Necesito tu ayuda aquí —vociferó y dio unos pasos hacia la entrada, buscando unna respuesta dócil seguramente.


Hunt. Aborrezco ese apodo en este momento. Le asocio a la penumbra de mis fatídicos pensamientos. El cansancio que me produce no es ni medio normal, no es de mi agrado rememorar este tipo de recuerdos. Jamie me decía así, de sólo pensarlo me doy golpes en la sien. Implorando al mundo que esas palabras desaparezcan de mi hipocampo por completo, me encamino a la puerta, descontento. Tal como un resplandor fotográfico deseo que ocurra.


Mi padre debe estar angustiado por mi estado de salud. Es una compasiva persona después de todo, siempre lo ha sido. Un hombre corpulento de complexión envidiable que decidió aventurarse en una historia de amor con su compañera de salón, mi madre, concretamente. Cayden siempre había sido un alumno destacado y perseverante en su preparatoria (o eso me habían dicho mis abuelos anteriormente) a diferencia de Chloe. A él le gustaban las matemáticas, mientras que a ella le embargaban las áreas médicas, de forma aséptica. Un matemático ensimismado a la par de una doctora aligerada es en lo que se convirtieron; lograron sus metas, y juntos construyeron un egregio árbol que daría paso a una poco concurrida familia. Parecía que todo sería benevolencia en sus vidas, que todo iría en buen rumbo pese a los cortafuegos que les instruyera la vida. Lastimosamente erraron. Sus celebérrimas vidas cambiaron como un torbellino, cuando este último se lleva los tejados de las casas, sin altruismo.


Inquiero en mi closet en busca de algo decente para ponerme. Me preocupaba el estado actual de mis camisetas. Un telón de grafito inundaba el espacioso umbral de mi armario. La camisa que sostenía estaba manchada con carcomas y suciedad, su estado no dictaba formalidad precisamente, justamente por ese detalle la escogí. Unos nada presentables vaqueros desmenuzados y caóticos para la ocasión atrajeron consigo todo mi interés. Sencillo. Trato de esbozar una sonrisa cuando avisto a papá. Pero la verdad es que nunca se me dio bien lo de ser un apacible salido de libros. Seguro su expresión turbante tiene relación con el nido de cuervos que traigo en la cima del cráneo. Claro que sí. Esa insensata cisura labial que trató de confabular al verme me provocó inseguridad, entiendo el mensaje de inmediato, como una gacela que intenta escapar de un leopardo hambriento. He cambiado lo justo.


—¡Lo tengo! ¡Lo he conseguido! Creo que lo he hecho, mejor dicho —dijo mientras levantaba un pequeño pedacito de cartón lúcido— El próximo viernes será tu reunión con la doctora Moran.


—¿Así que lo has conseguido? —cuestiono con duda, haciendo muecas que denoten inapetencia incontable, propiamente falsas—. ¿De qué manera la convenciste?


—Ella aceptó la cita, es lo importante, Hunt.


—Me parece tan relevante el cómo al cuándo y el por qué igualmente, ¿para ti no lo es?


La doctora era magnánima en su rubro, sobre todo cuando experimentaba con jóvenes, y eso ocurría por una triste motivación que presionaba sus cálidas inercias. Una madre devastada por la pérdida de su hijo, absorta de banalidades, libre de toda dicha. El mejor camino que consiguió cercenar fue esconderse en aquel deprimente escritorio desde el que buscaba amparar a las personas. No me tragaba mucho su individualidad, la consideraba muy necesitada del beneplácito de otros, medianamente alejada de sus convicciones. Algo intransigente. Se desbordaba de todo orden con un simple traspié. Lo mejor sería llamarle para decirle que la cita se aboliera; decirle que ya comenzaba a consentir los llamados de atención, que ya entendía que la vida sigue, que nada termina hasta que desfalleces, que solo yo prescribo el final del camino. En tal caso, ¿por qué no hacerlo? No necesito orientación de nadie más que de mí, hasta la culminación de mis tempestuosos días seré mi propio adalid.


Abrí el sobre de cartón y saqué el membrete con su milimétrica información dentro. Era reductiva toda la situación. Había sustituido mi semblante optimista por uno más bélico. Enmudecí. No necesito ayuda terapéutica de ningún tipo, lo que requiero es espacio y tiempo. La razón por la que difiero con la psicóloga es mi falta de confidencia, siento que no me es suficiente. Es un hastío.


Él señala con la cabeza el currículo que sostiene en la otra mano, con el que, presiento, tratará de aludirme para que no oponga resistencia ante este desafortunado evento nimio. Con cierto ajetreo dentro de mi sien, percibo mis omóplatos plegarse.


—No es tan malo, Hunter.


—No podría ser más execrable todo esto —contesto.


—Gozas de los diccionarios al parecer, Hunt —dice él terminantemente.


Le doy un vistazo a la pintura que hay colgada en el pasillo. Un títere colgado del tejado, como un acróbata sin arnés que se arroja al vacío de su perjudicada red, sabiendo que verá astros cuando se desmaye. Cuando era más pequeño guardaba total silencio al verla. Me causaba vértigo verle al títere ahí, tan solitario. Desprotegido. Simulaba verlo con desinterés y, aunque me convencía de que no, me espeluznaba efusivamente. Durante un momento, noto en su cara la turbación más plasmada posible. No llora, aunque veo las entonaciones bermejas en su cuello y en sus mejillas. Mi rostro palideció mientras dejaba escapar un afónico bostezo. Me veo retratado en una desbalanceada pintura. Es aliciente, debo admitirlo. No puedo dejar de pensar que todo esto tiene un lado agorero. Lo considero atrabiliario.


Papá se sentó en el sofá de mi habitación mientras sostenía un ejemplar de Juego de Tronos en su mano. Era de mi hermano. A ese chico le encantaban las novelas de ciencia ficción y todo ese rollo, le entretenían de la misma forma que las consolas de videojuegos hacían. Siempre soñó con trabajar en una librería para conseguir libros fácilmente. Me descolocaba, ciertamente. Es complejo saber que ya no podrá volver a divertirse de nuevo con esas ideas. Me atormenta la conciencia, siento un pedregoso camino obstruyendo mi paso andante. Intento imaginarme un mundo en el que Jamie siga existiendo, uno en el que sus dedos solo conocieran las ásperas portadas de alguna truculenta novela de suspenso, o los rígidos formatos de las consolas de videojuegos. Sin embargo, sé que no lo hará jamás. Me inquieto al momento.


Sus ojos oliváceos se mueven con certeza.


—¿Tienes hambre, hijo? —preguntó mi papá cuando se fijó en mi avanzado estado macilento.


—Menos que ayer —atino.


—¿Hace cuánto que no comes algo decente? —replicó, apartando el libro— No me dejas tranquilo si no sé si comes cuando te dispenso alimento, Hunty —dijo él mientras me escudriñaba con la mirada. Es caudal.


—Me comí una ensalada de tomates hace unas horas, me costó tragar la carne, pero se pudo al final, ¿te tranquiliza eso? —respondo, sabiendo que no es real. La última mordedura que me llevé a la boca fue de un emparedado hace un día.


—Me encantaría que fueses honesto.


—Reclamas mucho, Cayden.


Mi mutación física me horroriza. Mi cabello castaño está rígido y penoso, mis ojos son testigos de eso, no pienso en debatirlo con nadie más. Mis brazos están demasiado escuálidos, junto con mis piernas y el abdomen. Siento necesidad de sentirme preocupado, aunque aquel pensamiento no llega como lo esperaba, indispensablemente. Mi complexión es una hecatombe. No tengo las fuerzas resplandecientes para conseguir aquella prudencia, que podría mantenerme en pie, me sofoco. Me siento en la base de la cama que hay en mi habitación. Noto una punzada en mi estómago, tengo un hambre voraz incrustada en lo profundo de mi garganta. Es como si en un instante me hubiesen inyectado un grueso aguijón de avispa en las paredes de mi intestino. Es irresponsable de mi parte no arrebatar de la cocina algo comestible para saciar el apetito. Tan siquiera una mísera manzana. No consigo hacerlo, me siento incomprendido aun cuando no debería. Los días posteriores a la muerte de Jamie se convirtieron en un frenesí de culpabilidad anómala. Mi conducta se defenestró.


El momento en que sientes presión compacta en la subclavia se hace presente en mi cuerpo, que en realidad entró cuando desvíe la mirada hacia el ventanal roto en la pared. Todo parecía estar bien. A menudo pensaba que un buen día hacía apología a una desafortunada jornada; algo que, claro como el agua, no terminaría bien del todo, algo de lo que te arrepentirías cuando acabase. Los buenos días ya no son sinónimo de prosperidad, sino de inquietud por saber qué te deparará. Si es bueno, exhalarás de calma, sereno. Si no lo es, asentirás con sosiego, conforme. Entrarás en un estado de cruel sapiencia. Te despojarás de esa cartomancia mental que te susurra en ocasiones tu futuro, renegarás las plegarias.


La principal preocupación de mi encargado médico predilecto es si soy bulímico. Es exagerado. Lo descarto por simpatía. Sé que he estado eludiendo la alimentación con certeza, pero, hasta que no caiga desmayado, no desistiré de esa postura que he dictado. Mi autocontrol es innato, tanto que me rehúso a cuestionarme si debo comer, porque no lo creo algo indispensable. La emesis se ha vuelto algo excesivamente común en mis noches, mi estómago consigue enmudecer y, en ese mismo instante, sé que tendré que visitar el retrete de nueva cuenta. Alivianado. Con seguridad le cumplimentaré unas cinco veces por noche, restando las veces en que no estoy plenamente consciente.


Mi epifanía se ve interrumpida por un carraspeo. La templanza hace que me sea más difícil encontrar una respuesta al cuestionamiento previo.


—Poco más de una semana —acepto.


—Por fin, una respuesta más consistente, Hunt, ya comenzaba a prepararme para algunas alegorías dictatoriales —dice mi papá, jovial. Realmente me parece embrujador deleitarme con todo esto.


—No te preocupes, estaré bien —miento, captando su atención.


—En realidad ya estás suficientemente mal como para señalar algo así como una posibilidad pronta o remota.


—Yo sé que estaré bien —mantengo.


—La verdad es que verte resulta extenuante —añadió, disconforme con mi señalación—. ¿Preferirías seguir así en lugar de acudir a un especialista, Hunt? —concluye muy chantajista, y voltea hacia el ventanal al igual que yo— Sí, es complejo saber el qué nos espera, básicamente porque no ha sucedido todavía.


—No me es importante.


El pensamiento de mi padre me hace dudar. Aquella gélida ventisca llega a mis huesos y me retuerzo estando en pie. Esa violenta fluctuación que accede por mi ventana ya es algo comedido, es algo que me parece rememorativo y, por ende, remotamente pesado. En estas circunstancias pagaría por una brisa cálida de verano. Aunque rememorando más, sería contraproducente, no consigo destensar mis nervios al profundizarlo. A causa de la fiebre que tuve hace unos días, tuve sueños sumamente estrambóticos, tal que un cuerpo caído al cráter activo de un volcán despiadado; recuerdo ese cosquilleo a causa del hervor, sus fuertes descargas que se alobaban en la cara de mi espalda, como si me hubiesen encajado un cuchillo, el escalofrío que recorría mi facción, como el filo de una daga, y la insaciable actitud pesimista que mantenía. La culpa me invadía el encéfalo de forma tétrica.


Miro otro cuadro que hay en la habitación. Es una anciana que observa la puesta de sol al atardecer. Ese frívolo momento en que nuestra estrella se esconde y busca un leve desahogo, aunque siempre esté trabajando, me causa incomodidad. Me hace sentir desmantelado. Sé que es una pintura que demarca sentimientos vivaces, pero tiene en mí una emanación refractaria a la presuntamente esperada. La atolondrada referencia que tengo sobre los sentimientos humanos es casi demencial, incongruente. Al verla me quedo paralizado por aturdimiento, cada minucioso detalle que presenta el personaje, incluso sus labios curvados, que dan la impresión de verse boyante, me atontan. No entiendo el arte con exactitud. Es subjetividad pura. Es parte del voluntarismo que tienen las personas.


Un dilema más para agregar a la lista de alegaciones vitalicias. Todo está yendo en buena dirección hacia un desastroso desenlace. Mi vida es como un reloj averiado. Los engranajes dispersos como las agujetas de un zapato sin control, apretujados como las salvajes enredaderas de la jungla, e indecisos sobre un posible precepto al cual regirse para mantener una correcta colocación, como un maestro desequilibrado. Aunque ese fue mi primer pensamiento impulsivo, trato de enmascararlo, porque sé que no puedo sacar terminaciones tan precipitadas. Necesito un respiro. Aquella es mi inconfundible otredad, vasta de un extremo, y sucinta del otro, todo dependiendo de qué lado decidas verla. Mi existencia es tan desagradable como el afable traqueteo que los automóviles dejan al trazar la autopista, su ferocidad es persistente. La notoriedad de mi descontento llega tan rápido y eficiente como un golpe crítico, es evidente o hasta previsible que no tengo verificación de mis sentidos, mucho menos de mi propia vida. Es un error todo esto y, peor aún, uno que es mío. Sé que cometí diversas equivocaciones en los últimos días, además, siento que no puedo redimirme.


—Sé prudente, hijo —dice papá, irrumpiendo mi referéndum con agresividad— Todo este asunto inicia y acaba contigo únicamente, pero quiero que entiendas que estaremos contigo siempre. Aunque no lo sientas de esa manera, ahí estaremos, Hunt.


—Qué cliché repiqueteó eso, Cayden —suelto con recelo, creo que no es momento de instar este tipo de discurso tan fantasioso. Tan vacío.


—A veces las cosas tópicas son las veracidades más innegables, ¿comprendes? —dice, deja que los flujos gélidos empapen su rostro.


—Lo entiendo —digo. Su forma de hablar me deja intranquilo de veinte maneras aleatorias—. Aunque, infortunadamente, debo informarte que dicha hipótesis es remotamente insubstancial. No suena como algo que diría el profesor Cayden.


Él se mofa un segundo. Me orilla a bailarle los ojos.


Todas las mañanas, muy alerta, cuando todavía aparcaban los coches en el centro de la carretera, antes de que mi madre entrara a su trabajo en el hospital de las afueras de la ciudad, yo lloraba sin detenerme, sabiendo que nadie podría auscultarme. Las paredes impedían que mis quejumbrosas codicias llegaran a oídos de ciertos insubordinados que no deberían oírlas. Agradecía por lo bajo ese factor tan plácido. Recuerdo las miradas del ayuntamiento cuando, en una ocasión, decidí vagabundear por ahí sintiéndome un total desahuciado; las intrépidas miradas estaban sometidas a un achacoso nivel de escrutinio, resultó demasiado intimidante. La vanidad, el egocentrismo y la execración, todo plasmado en un batido de emociones extirpadas a mitad del camino. Me sentía como un animal del zoológico, preso y aturdido. Me veía indeseable, un rostro demacrado de moretones, paliducho en escala enfermiza, unos deformes labios grisáceos agrietados, la mata de espinas que manejaba en la cabeza lograba esconder mis orejas y, para rematar, unos risibles harapos que conseguí de un depósito vecino. Si no consigo una disolución oportuna terminaré en una papelera como el papel gastado sabe hacer.


Ahora mismo mi vida se resume a ser una estrofa poética inconclusa. No sé qué me deparará el futuro. Espero que, en el clímax de esta escabrosa lírica, hasta mis peores alusiones se hagan presente y, en agonía, reclamen su territorio en mis futuras epifanías de culpabilidad. Sin pensarlo dos veces, sé que mi temple bien lo merece. Me será importante más adelante.


Todo habría sido distinto si no le hubiera precipitado el cannabis, tan elocuente, pero a la vez tan despreciable. Esa valetudinaria sustancia psicotrópica de carácter depresor fue la que me arrebató a mi hermano aquella noche. Todo se jodió en tan poco tiempo, que me fue imprevisible fabricar una ofensiva, tan solo pude esconderme y venerar el pronto olvido. El siguiente paso será desolarme. El subsiguiente, llorar. El movimiento estridente será el golpe fatídico final, uno que preferiría no adelantar a mi persona tan de pronto. Me bloqueo creyendo en posibles finales, un ahorcamiento, quizá, uno que me deje un bonito surco en el cuello, o quizás una intoxicación por naftalina que, evidentemente, me dejaría más que lacerado. Una recomendación más factible serían las hojas de cuchilla, pero eso ya me parece desacertado. No. No puedo ser partícipe de mi final. Tengo que estar capacitado para mantener la conciencia.


Exánime. Así me veo en un futuro no muy lejano.


—Necesito que entiendas lo que estoy sintiendo —digo tomándolo del brazo e intentando sonar razonable, reluciente— Pero ni un psicofármaco ni un especialista me ayudarán a recuperarme, simplemente me obligarán a renombrarme. Me harán de nuevo. Reticente.


—Sólo quiero que te sientas bien contigo, Hunt; pero así no llegarás muy lejos —acierta él.


—Todo saldrá bien, únicamente necesito algo de tiempo.


—Te daré el tiempo que necesites, hijo..., pero si no mejoras en cierto determinado lapso de tiempo, no me dejarás más opciones de las que dispongo en mi palma. No te rehúses a ser quien eres, y preocúpate de mejorar mientras creces, Hunty —dice papá mientras cerraba la ventanilla de la habitación; quebradizo.


Él asiente, me observa con los ojos entrecerrados, como si estuviera inspeccionando algo confabulado dentro de mí. El hombre que tengo por padre puede parecer verdaderamente osado, pero lo rebuzno por el bienestar de mi ecuanimidad. Aun así, me divierto con aquello. No me detengo a indagar más sobre la psicología que mi progenitor maneje a su conveniencia.


Los momentos importantes que retengo con él son del balneario; un hermoso sitio que desborda efusión en completa armonía, tiene una considerable parcela de agua que constantemente es renovada (y lo agradezco). Por encima de todo, las sublimes palmeras que le rodean, brindan tenues tintes afrodisíacos que resultan amenos. Aun cuando era alguien inexpugnable, me resultaba un sitio benigno. Hay quien ha pensado que no soy más que un enclenque insatisfecho y pudoroso por tales afirmaciones; otros me han tachado de renuente. Pero es que realmente me concentro en convertirme en un mártir descolocado. No retengo mejorías, acumulo quejas como alusión al consumismo que devora al mundo. Y explayo mis resentimientos mediante las frustrantes epifanías.


Un caos de espejismos nubló mi razonamiento; demasiado exorbitantes para ser reales; en extremo compacto, esporádicos. No pasan fugazmente, avivan su intensidad conforme les reconozco con escepticismo. Son imágenes altamente legibles. Un fuerte estruendo atrae toda mi atención, siento un vacío impío en cuanto lo comprendo, pues reconozco ese repique. Lo abomino. Mi madre ha arribado. Nuestra reciprocidad es en extremo compleja y, gentilmente, no era el único que lo sentía de tal manera; ella es una persona ininteligible con el resto de la gente que le rodea, es peliaguda al percibirse. La pequeña Harriet le acompaña, es más que seguro que la recogió del parvulario de regreso a casa. La más enérgica de esta poco concurrida familia se pasea por la casa con avispado paso andante; su cabellera color mostaza le cubre los ojos cristalinos, su tez blanca queda impregnada de ese hincapié de entonación gresca, y su facción, empapada de puntos pardos, hace énfasis en algo menos candente. Pero hoy lucía agotada y le rehilaban las manos mientras se sentaba en el almohadón del sofá. Me gustaría pensar que tiene mucha pereza acumulada, pero sé que le ha pasado algo. Lo intuyo con la mirada.


Es esa dubitación la que nos hace enreciar. Mi inspiración se desvanece como los terrones azucarados hacen en los tazones de té, con delirio y gracia, la propiedad de mis terrones se intercepta por la deshumanización que el agua tiene efecto. Más tarde o más temprano, todo se transformaría en lo mismo, un sinfín de patrañas argumentativas que me mantendrían insano por una cantidad desproporcionada de tiempo, como si fuera un prisionero de la inepcia. Como en el juego del ahorcado, nadie quería caerse en sus propias heces, porque de manera irregular todos perseveraban en la intromisión, intentando permanecer volátiles. La finalidad de jugar es ganar, y eso querríamos todos. La victoria.


—Pequeña, ¿y eso que hoy estás tan apagada? —dice papá, cargándola sobre el sofá.


Me parece algo evidente, o quizá lo hacía.


—Me quitaron a Ducky en la escuela —dice Harriet con algo de pesar. Supongo que se refiere a su pequeño muñeco de pato, me parece lindo.


—¿En serio, peque, eso por qué? —brama papá, percibiendo la tristeza en Harriet.


—No sé, la señorita Barlage me quitó mi morral y luego no me la devolvió —dice, haciendo un énfasis divertido en el apellido de la directora de su parvulario—. ¿Podemos ir a buscar a Ducky?


Mi madre aparece con un tazón con leche de almendra, en su mano se posaba una hogaza de pan tostado con extracto de mermelada. En su rostro se marcaba el cansancio más puro que pudiese existir. Le dio un trocito a la niña mientras se balanceaba con desenvoltura. Logro sentirla asfixiada de tanto esmero laboral; mi corazón, sin lugar a duda, llega a la retaguardia de llenarme el esófago de suplicia, me orienta a alucinar. Aunque parezca que no es así, siempre noto el desvivir que tiene mi madre, que es encasillado en un solo componente. El mismo detalle que me tiene tan desapegado de una vida decente, el que me orilló a una frenética autonomía sin cuidado ni perdón, que no me estaría gustando en absoluto. La borrasca arrebató la singularidad de mi vida, como un gato a un ratón le hace. A pesar de la adversidad, lo que el gato quiere, a fin de cuentas, es atrapar al ratón, lo necesita para subsistir. Quizá el tobogán de desgracias que tengo sobre mi sien trata de decirme algo, y posiblemente debería intentar oírlo para aligerar la maraña tempestuosa que dirijo. Tendré tiempo para meditarlo, es cierto, pero no busco un intermediario que me lo declare, tengo que hallarlo prestamente.


—Claro que iremos, peque... y..., ahora déjame un segundo con tu madre, ¿quieres? —dijo, entregándole el camino hacia la cocina, junto a mí— Enséñale a Hunty a preparar emparedados correctamente, ¿de acuerdo? Con el pan por fuera, y el queso por dentro; jamás al revés.


—No me gusta el queso, papá.


Su paréntesis me hace recular en un recuerdo, nada exclusivo, en el que lío los bártulos preparando sándwiches incorrectamente, para tragármelos sin aceptar alegorías. En esa ocasión eran dos rodajas de requesón, cubiertas en mayonesa caducada, que dentro de sí mismas poseían una gran pieza de pan broncíneo. Si estuviese delante de un espejo, quizás así, mínimamente, lograría verme como un axiomático monomaníaco. Ese que acarreo en mis ámbitos íntimos, dentro de mis entrañas mentales; ese psicótico que habita en mi mente para lograr destruirme.


—Indisputablemente, todo esto es muy inextricable —acepta mi madre, sosteniendo el pan sin remota normalidad—. ¿Sabes por qué encontraron nicotina en la mochila de Harriet?


Increíble, ahora todos estamos jugueteando en el mismo bosquejo irregular; y no sé con rectitud quién será el vencedor. O si es que lo habrá. Los puntos de referencia no son evidentes, por lo que no comprendo de dónde podría sostenerme.


—¿Qué dices? —escupe mi padre, anonadado.


—Su maestra requisó su mochila con la excusa de un aroma extraño a su olfato —exageró ella, animando sus gestos mientras desistía de la hogaza en el mesón, junto al tazón de leche—. No me entero de nada, ¿desde cuándo te drogas, Cayden?


La expresión de mi padre se alteró desde un ejemplo de desbarajuste a una metáfora simplificada de aterimiento, la invalidación de espectros plasmados en su rostro era repetitiva. Era excéntrico.


—No entiendo nada, ¿yo, drogarme?, ¿pero de qué estás hablando? —atina papá, por momentos se desconcertaba.


—Nicotina, Cayden.


—Es estrafalario cuestionar eso, ¿por qué depondría nicotina justamente en la mochila de nuestra hija? Sería algo así como evidenciarse, Chloe.


—¿Entonces no es verdad?


Ella soltó un gran suspiro. Se dejó ensimismar sobre el sillón. No es muy común que desentone sus deberes de esta forma, nunca le había visto relajarse de tal manera, ya que sabía manejar muy grácilmente sus menciones de agobio. No sé con exactitud cuándo nos convertimos en escuálidos despejados, pero es una posibilidad que todo esto se haya desatado luego de la muerte de mi hermano. El paralelismo entre un sociópata y mi madre no distaba mucho; ambas figuras manejaban una imagen templada que cubría un lecho estrafalario, todo para ocultar que eran aguerridos. Tantas cosas que ignoro me hacen sentir pésimo.


—No se desenvuelve la situación de ninguna forma.


—No tiene sentido lo que dices, Chloe —respondió mi padre sin mucha convicción al darse cuenta de que mamá no explanaba la situación. Me siento pequeño en este contexto tan simplista—. ¿Tú te escuchas cuando hablas? No soy un defensor acérrimo de las adicciones, y lo entiendes divinamente.


—Pues, presuntamente no sé, los directivos de la guardería ponderaron llamar a la policía, pero sólo requisaron ese morral, el portamonedas y dejaron el caso en suspenso; aun así, tengo algo de interés entrometido en mi garganta, ¿puedes ayudarme a entender todo este embrollo? —suelta.


—No entiendo por qué crees que yo lo sé, estoy igual de desmemoriado que tú —asegura papá, tomando lugar en el sofá. Suena razonable—. ¿Es indispensable buscar responsables aquí y ahora, cariño?


—Explícalo, Cayden, ¿cómo se ostentaron esos catorce gramos de nicotina en la mochila de nuestra hija? —pregunta mi madre, sonriendo un poco con mirada escrutadora, haciendo que resulte tétrica la conversación—. ¿El distribuidor de turno se los obsequió a Harriet por la madrugada?


—Bueno, en un aproximado de cuatro años he visto algún boticario, y uno que dispense droga serían unos catorce —comenzó papá, pero profanó una mueca al momento de iniciar, seguramente por rememorar algún incidente pasado—, aun así, no soy grato de proveer intenciones mayúsculas de pensar en esto. Debemos consultarlo con Ralph —dijo—. Sólo así podremos saciar tus dudas, de momento calmémonos, ¿atinas?


Procuré disfrutar del estupor que se redactaba en el rostro de mi madre, pero no por demasiado tiempo; eso podría haber sido desmedido, mezquino.


—¿Realmente no fuiste tú, Cayden? —chista ella, pero fue interrumpida por papá, que floreció a su gemido nuevamente.


—¿Estás hablando en serio? —bufa papá, instando irritado—. No eres así, Chloe. No somos así, ¿podemos platicar esto como gente normal?


—Jamás hemos sido normativos, Cayden, a ti te encanta jugar videojuegos, sabiendo que ya te acercas a los cuarenta años.


—¿Qué dices? —el rostro de mi padre se desfiguró.


—No somos gente sana desde hace tiempo, Cayden.


—La cortadura de la que estamos platicando se aleja considerablemente de lo que dices ahora —reconstruye— Estábamos hablando de la nicotina que hallaron en la mochila de nuestra hija, sigamos por esa pendiente.


—Es verdaderamente escabroso, pero ya te suprimí; yo tampoco fui la autora de este infortunio. Descartaría a Harriet y a Connor por simpatía, ¿pero Willow? Esa chica siempre está involucrada en embusterías monótonas, por lo que tendré que interrogarle más a fondo.


Siendo presuntamente objetivo, no le escasa la razón. Mi hermana puede lograr verse muy encomendada en ciertos parámetros que preferiría no abordar.


—No estás en tus cabales, cariño —responde— El estrés te tiene macilenta, casi tan equiparada al cadavérico estado de Hunt, y es que todos estamos pasando por un anillo de turbulencia —mi padre esbozó un gesto de prorrumpir un alarido mientras se acercaba a ella—. ¿Te has preguntado cómo está él, ínfimamente?


—No he tenido el honor, Cayden, aunque supondré que tú ya lo has hecho, ¿puedo suponerlo bien? —propuso mirándolo fijamente.


No estoy a la defensiva, por lo que puedo dar el brazo a torcer, atestiguando, aún sin hacerlo, que tales acusaciones tienen un punto. Mi padre ha hecho todo lo que estuvo a su alcance para adobar sus guantes; me galardonó de gratificación, no obstante, no prosperé con un genio en común ante sus impaciencias. No desistiré de ninguna manera, sería como drenar mis reservas de dogmatismo mínimos hacia los desagües.


—Lúcidamente lo he hecho, ¿podrías preguntar cómo está?


—¿Cómo está Hunty? —pregunta, evidentemente distraída.


—Pues como lleva durante varios días.


—Ciertamente no lo sé.


—Ojalá lo hicieras —dice papá y le da un beso en la frente—. Intenta irte a dormir un rato, ¿bien? Te sentaría bien un breve descanso.


Siento la calma de haber llegado a un éxtasis acertado. Doy un paso al frente, intransigente, y hago una mueca al encontrar cierto tormento en el pecho, me siento estresado de tanto parloteo. La descarga de nervios furibundos se detiene con entereza cuando alcanzo el frigorífico que hay al otro extremo. Todo mi cuerpo se anima a quejarse cuando mi estómago ruge, estoy agrietado y aludo que alguien me está arrojando bloques de cemento sobre el cuerpo. Me reviso la cara en el sitio reflectante de la nevera que tengo en frente, buscando algún índice de encanto genuino. Pero me encuentro con un esperpento. Recapacité de inmediato y, con suspicacia, devolví la mirada hasta la estantería sobre la encimera. Si soy docto podré dejar de acomplejar la situación, que ya de por sí es deprimente, para así poder encontrar una vía de escape por la cual hundirme sin reparos. A menudo me aparecen fotografías de ese chico muerto en la recámara de mi hermano, percibo que aquel día que dictará mi rendición está a la vuelta de la esquina. Mis piernas estuvieron rígidas y apretadas en todo momento.


A solas en la habitación, me pregunto cómo pudo escaparse de mi mente ese pequeño pormenor, era demasiado importante como para dejarlo tachado en un papel sin cuidado. No debí haberlo aceptado en primera instancia. Un tratado no es viable si no hay un estímulo de por medio, lo cual era probablemente cierto. Aunque lo crucial del momento era qué aceptar para que la encomienda sea trivial. Opté por el nomadismo. No me explico cómo es que conseguí pertenecer a este tratado en primer lugar, me fue realmente fácil y, aun así, no acabó igual.


Me siento en el suelo, pienso en erigir una especie de epifanía dentro de mis perfectos deseos, sería un excelente incentivo para liderar la pésima llanura de riesgos que tengo en frente de mí. Elijo una postura acomodada y me cruzo de piernas, reposo mi sien en la pared, descanso mis músculos, intentando parecer impasible y, con las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta, cierro los ojos con calma. Sé que los propósitos de la meditación son la reducción al estrés y la búsqueda de la plenitud, pero deseo intentarlo con otro propósito, dejándome ser miserable mientras me veo persuasible. Mis emociones se ajustan con total bonanza. El increíble sentimiento de verte, de percibirte adecuadamente, de evitar que la miseria se apodere de tus entrañas y te seduzca hasta despellejarte al máximo como persona, se apodera de mí. Es excitante. Te despojas de lo que te hace ser quien eres. Mi primera referencia sobre lo que la mejoría mental representa llega cuando siento esos pequeños alfileres retorcer los vidrios, una leve chispa de llovizna visita, como si estuviera deseosa de hacerlo desde hace mucho tiempo, mi acabada existencia. El agua me calma, me relaja hasta tal punto que deseo sumergirme en el océano, y jamás resurgir de esa línea. Aparcar mi descenso en lo profundo del mar sería un final bastante digno para alguien que desea sucumbir voluntariamente.


Este tipo de voluntades son las que me mantienen de pie junto a un sedimento, con elegancia al borde de la defunción. Anonadado. La opción que elijo tomar es verme entero, que el periplo de mis infortunios no me deniegue el paso. Espero continuar pasable, aunque, tomando el discernimiento de mi relación con Bruno, lo veo poco asequible.


El sonido del tintineo que brota de las valerianas gotas de agua auxilia mis más profundos deseos, es bien sabido que nuestra memoria funciona mejor cuando nos exponemos a resonancias agradables a gusto propio. Manejo con fragilidad el uso de mi mente, me llega la calma y se escapa con desesperación al momento; el buen uso de los recuerdos no es tan favorable, teniendo en cuenta que no te asegura almacenar memorias cultivadas como tomates frescos. El producto final que consigo es un bonito recuerdo, que está enjaulado por un trasfondo calamitoso, y aunque es bello a ojos humanos, no consigo encontrar la calma que buscaba. El monte Cervino mantenía su efectista forma de tetraedro, y en aquella ocasión desbordaba nieve de manera colosal. El esquí no es lo mío, pero considero que un emblemático sitio de tal magnitud merece dejar huella en las personas, o las personas en él. El frío penetra mis memorias, dejándome un alambre de más memorias gélidas; pienso en Jamie, en lo helado que estaba cuando llegamos a casa, y asumo que las peores consecuencias caen en las mejores personas. Al final, de forma garrafal, todos terminamos sumergidos en una prematura avalancha de nieve. Sin razón, entono mi desgano hasta lucir como un verdadero maniático.


Acababa de atar cabos de forma sublime para reformar mi vida, cuando vi la expresión de espanto retratada en el rostro de Jamie delante de mí, hecha un desastre. El muchacho trató de acercarse hacia la ventana de forma imprevista, pero una docena de púas cristalinas le impidieron el paso elegantemente, entablándose en su cráneo con esmero. No logré concebir la situación con claridad hasta que la sangre se amonestó ferozmente en su cráneo, como los destellos que producen los meteoritos cuando impactan contra las superficies terrestres.

Continue Reading Next Chapter
Further Recommendations

Omowonuola: I love the pace of the story, the characters are well created. I love matchmaker Killian. where is the rest of the story

hildebrechtjoy: You Are the 1st Author I've Come Across on Inkitt with Zero Grammar Errors & I Don't Have to Play the "Guess What that Sentence was Suppose to say Game" as well as Spinning Fantastic Tales that I Highly Recommend to Any & All Who are 18 or Over❣️ 🩷💕💞💖🥰🤩😍

Diane: Your writing just keeps getting better and better!

BlueIvydoll: After reading the introduction, I was unsure if I would be captivated by this story. I was terribly wrong and the author has been really good at capturing the reader and pulling them in. This is definitely a story I will re-read and definitely recommend others to read.

vickeetn: I like the story the plot the characters; It’s mysterious & suspenseful & romantic. Just needs a little proofreading for grammar spelling & correct words usage.

Pournima Ganapathy Raman: Something new and you can never guess what will happen next

sharonharder4: Interesting point of view. Good read. Looking forward to the sequel. :)

kharris370: Entertaining

belindasueturner: Wonderful ❤️❤️

More Recommendations

Sue: A lovely short story well written

vmathias: Great story. Strong characters 😀

dicipulo52: Bien dicen que cuando pierdes ganas y ellos ganaron preciosa pareja me gustó mucho la historia hermosos personajes gracias por escribir 💕 💕💕💕💕

Janis Hynes: Really good book!!!

Fe Emma: This is a great love story with a happy ending! It tells us the big difference between a city life and a small community life! It's a great Christmas story!

Aron: Please continue writing this story; I like reading it. I want to know more about the characters and the plot.Thanks for starting it in the first place. 😁 I apologize if this is overbearing or rude .

About Us

Inkitt is the world’s first reader-powered publisher, providing a platform to discover hidden talents and turn them into globally successful authors. Write captivating stories, read enchanting novels, and we’ll publish the books our readers love most on our sister app, GALATEA and other formats.