0. Huida de lo cotidiano.
“Algo urgente rasga con uñas las paredes de mi delgado juicio, poniendo en la línea de fuego mi poca paciencia. Si me quedo aquí, las paredes ahogarán mi cordura reduciéndola a cenizas.”
Inhaló con fuerza, exhalando su vulnerabilidad, deseando que no la asfixiara. Esa cualidad que le hacía parte del todo la envolvió en una espiral de conexión, con cada aliento que tomaba, en lo más profundo de sí visualizó los hilos, las partículas uniéndose a la vasta inmensidad del incógnito.
Irritada, el lapicero tinta azul barato manchó lo que ahora creyó una muy dramática despedida a su madre en la hoja de papel en su escritorio.
Aunque se identificara, los corazones frágiles no le parecían un estilo de vida con fortaleza, y resintió que las personas eligieran esa posición, aunque se opusiera a su propio carácter oculto.
En la penumbra que residía, se permite sentir aquello que la hacía tan humana, esa mortalidad latente bajo sus costillas, la saliva caliente en su boca, la picazón en la garganta que sólo la convertía en un igual, igual al resto, igual que todos esos contenedores de carne, huesos, pensamientos y anhelos. Se detuvo de meditar, frotándose el rostro, cansada.
«Está bien sentirse mal a veces... Me recuerda que no es para siempre».
Súbito pensó en la muerte y sus misterios, si habría algo más esperando por ella, otra piel, otros paisajes, otras formas de subsistir, pero sólo halló respuesta en su reflejo. Decidir que de repente se caía mejor que al resto, no era algo malo, si acaso, toda su corta vida hasta ahora se habría hecho de menos comparándose con personas que ni siquiera conocía.
Ahora que tocaba guardar secretos, entendió que nadie era puro de corazón, este concepto que existía para ejercer presión al balance universal y en vez de sentirse abrumada por el descontento, sonrió. Reconoció algo, esa presencia que brota del “yo” dentro de cada montículo de átomos existente. Ser ella. Reafirmó que quizá la naturaleza del cosmos no era ser el mejor de todos, sino ser el mejor para uno mismo.
Agarró el papel, y lo arrugó, tirándolo a la papelera a su costado. Recogió sus rizos en una cola desordenada- ya que, si lo apretaba, su melena adquiriría esa marca doblada- la sonrisa no le abandonó, se observó con cariño antes de apagar la lámpara, y se lanzó a su cama.
Enrollándose en las mantas rosa recién lavadas, se arrulló con un delicioso estiramiento, mientras tomaba un fuerte aire de valentía, inmediato estornudando. Se guardó la queja de su nariz sensible, prefirió enfocarse en el calor que emanaba, deseando la tranquilidad. Sonriendo una vez más, abrazó su propia ironía.
Se le informó que en su viaje tendría un acompañante, y agradeció que no fuera sola. La maleta estaba hecha esperando en la puerta, y un cosquilleo de emoción recorrió su pecho. ¿Cuándo se habría vuelto tan animada por la idea de una huida? ¿Había sido hace años, o era en ese instante? Sea como fuere, no le importaba tanto. Le invitaron a un lugar donde podía aprender lo que a ella le gustaba.
Su hermana había barrido a la basura sus ensoñaciones por años catalogándolas de inservibles, y mucho tiempo deseó ocultar esa faceta mística a sus ojos, pero hoy decidió que no. Hoy sus maneras y hábitos renacían con otra luz, una fuerza insuperable de orgullo reemplazó el entusiasmo, recorriendo sus entrañas y quemando todo a su paso.
No había que darle importancia, era tan simple, tonto y a la vez difícil entender que nadie fuera de sí podía darle aprobación ni experimentar la profundidad de sus pensamientos, o darles validez, y en vez de dejar que la vida dependiera de sus inútiles opiniones, quiso por una vez -o quizá muchas veces desde ahora- correr libre de sus intereses y dar rienda suelta al intenso coraje que llamó caparazón.
Hace mucho tiempo no se dejó ser espontanea, si es que esto era algo posible ya que no se dio la oportunidad de reconocerse. Tenía esta pesada imposición de resguardar todo sentimiento, pero esto no terminaba de la forma que hubiera querido. Harta de dar vueltas sobre una actitud superflua, agotada de perseguir ideas o ambiciones que no eran suyas, agarró esos recuerdos y los enterró, ahí donde iban sus malas decisiones, períodos difíciles, y la opinión de sus allegados.
Por su bienestar, y el de sus cercanos la decisión estaba hecha.
—Que se jodan todos— murmuró adormilada, y añadió al segundo— excepto mi mamá.
No huirá, no, era peor que eso, miraría de frente a esa invisible cordura y se reiría en su máscara sinérgica mientras viajaba a aquel pueblo donde fue citada, tomaría el tiempo de escribir cartas en la noche, quizá hacer café como le gusta, caminar descalza... Deseos simples, deseos que llenaban su esperanza con expectativa.
Nada importaba tanto como ese instante, ni su pasado, ni el mañana, el simple hecho de tener la oportunidad a estar tranquila fue suficiente para cerrar sus ojos llorosos, quedándose dormida.
El suave sonido de pajaritos que puso como alarma la despertó de lo que consideró un minuto de siesta. La apagó, y se dio un momento para estirarse en la oscuridad. Confusa por la ausencia de coloridos sueños, agradeció esa dulce sensación de descanso. Bebió el vaso de agua en su mesa, y la urgencia de orinar la obligó a salir de las tibias cobijas.
Después de una rutina natural, apreció la madrugada y sus encantos silenciosos donde la acompañaba el sutil movimiento de sus pasos, dándole algo de vida a su viejo apartamento.
Bañada, desayunada con unas manzanas, y cabeza despejada, dejó tendida su cama. Abrió el sobre lila confirmando que sí era real aquella invitación.
Nada le detendría de seguir sus metas, se afirmó, ni ella misma.
La guardó en su mochila por si acaso, agarró su llavero de Stich, y se contempló en el espejo al lado de la puerta de entrada. Animada por su vestido amarillo pálido veraniego, el delineado casi perfecto y los cómodos zapatos converse, respiraba dándose fuerzas, y recogió sus rulos en caso de cualquier ventisca molesta.
—Las llaves... Todo desenchufado, ventanas cerradas. Vámonos a la v****.
Nunca se podía ser demasiado precavida.
(...)
El trayecto al terminal de trenes se le antojó más largo de lo usual, pero en vez de dejarse abrumar por la impaciencia, decidió absorber el paisaje urbano que dejaba atrás.
La alergia no cesaba, por si acaso revisó por segunda vez su bolsillo derecho‐ ah sí, la alegría de un vestido con bolsillos- y efectiva, no olvidó sus pañuelos húmedos. Su rápida noche fue reparadora, pero la irritante comezón no le abandonó, y este hecho la llenó de un cansancio casi espiritual.
Al pasar por el parque de árboles amarillos que tanto le gustaban, los primeros rayos de sol reflejaron en la ventanilla su semblante. La presencia de la mascarilla le molestó, pero antes de seguir quejándose de cosas inútiles, su celular vibró.
Su madre le había deseado un buen día, y esta le contestó que deseaba lo mismo para ella. El mensaje le sacó una risita.
Al bajar del bus en la estación, anticipó cualquier antojo, y se compró unas gomitas. Mucha gente apreciaba las largas pausas antes de llegar a un destino, pero en este caso el ansia de conocer un lugar catalogado como místico le traía una desconocida ansiedad.
Entró en los compartimientos del tren, revisó su ticket, y caminó a su asiento asignado, con la ligera sorpresa de que ya había un atractivo hombre ahí.
Este atraído por su presencia, alzó la mirada ante el ademán de que se sentaría, y se apresuró a ofrecer un gesto contento que casi cerró sus agraciados ojos rasgados, seguido de una modesta inclinación.
—Buenos días. Permíteme ayudarte.
Ella repitió el saludo con timidez al sentarse, admirando con un poco de envidia la fluidez de aquel largo, lacio y brillante cabello negro que se deslizaba en cascada mientras el moreno cordial tomó la maleta de sus manos para colocarla en el guardaequipaje.
Ya frente al otro, no quedaba más que observarse mientras el tren empezaba su trayecto. No pudo evitar detallar su deslumbrante apariencia. Con un traje negro de cuello largo, capa, zapatos pulidos y guantes de cuerina daba la impresión de un mayordomo, muy elegante.
La creciente luz de la mañana logró llamar la atención a su oreja, donde un arete de oro mediano en forma de sol sostenido por una pequeña turquesa destacaba por su ostentosidad.
No quedándose atrás él también la miró con un disimulado deleite, interesado por aquellos oscuros ojos intrigantes. Parecían acariciarle, y el espacio se hizo íntimo. Aunque no se rozaran sus rodillas, mientras más se ojeaban, más cerca se percibían.
Por la vergüenza de ser estudiada, se pasó la mano por la garganta, inquieta, y procuró no perder la compostura. En cambio, él se sorprendía de lo sensible que se comportó frente a ella. El calor de sus mejillas sonrojadas capturó su curiosidad, esta casi apartando su mirada, pero retomó el control.
≪ Tranquila, es sólo un hombre guapo, como cualquier otro hombre guapo... Tú misma podrías tener un hijo guapo, tú...≫
Un mozo vestido de antaño se acercó con un carrito plateado interrumpiendo el hilo de sus disparates, y dejó sobre la mesa una humeante taza de té con un tono amarillento. Él agradeció.
—Espero que sea de tu agrado— su voz, aunque masculina, no mostraba indicios de ser despótico como solía escucharlos en el trabajo, si acaso su tono era fresco, hasta complaciente.
Sedienta, se bajó la mascarilla y tomó la caliente porcelana entre sus manos, feliz de sentir la manzanilla cosquilleando su nariz, pero después de ver su mirada tan entusiasta, algo le impidió disfrutarlo. Fingió beber un sorbo y lo dejó en la mesa, subiendo la tela de nuevo.
—No dices mucho— declaró él cruzando sus pies, y apoyando su cabeza en el respaldo.
—¿Y tú? — le cuestionó tajante.
—A veces, sí. Me gustan las conversaciones ligeras.
Más cómodo, esbozó una sonrisa apoyando el codo, sosteniendo la barbilla con sus nudillos, rascando ligeramente su barba. Esta tragó saliva, había un pequeño aire de picardía que emanaba de su presencia, y no supo si seguirle el juego.
—Comprendo. Aunque no se me da de lujo.
—Bueno, intentémoslo. Parece que vamos al mismo lugar.
—¿Habías ido antes?
—Vivo ahí.
—Entonces sueles ser el guía de los nuevos.
—No. Sólo por esta vez— guiñó, pero ese gesto le quedaba muy serio a pesar de su semblante positivo. — Te va a gustar, hay muchas lechuzas.
Había notado su tatuaje, y ella inconsciente se acarició la muñeca, estremeciéndose. Él había seguido con la mirada aquellas reacciones que tanto deleite le traían.
«Así que es tímida».
—Vaya. Gracias.
—¿cómo? disculpa, no te entiendo por tu...
Decidió quitársela, pero el material de la tela irritó provocando un estornudo, y cubrió su rostro con el brazo.
Atento, este sacó un refinado pañuelo negro de su abrigo, y se lo extendió, ahora detallando más a fondo su rostro, su nariz enrojecida, y sus labios rosados apetitosos con una dulce curva rellena en el inferior.
No lo usó. En cambio, sacó los suyos y de forma poco agraciada sonó su nariz. La fatiga la venció, sus ojos secos le hacían perder la compostura. No lo consideró un momento para perder el glamour, pero poco importó la belleza del hombre presente, pues volvió a estornudar con estruendo, seguido de una tos seca.
Este alzó la ceja, divertido, y aunque pudo evitarlo igual se rio. Ajena a las razones, en vez de sentirse reconfortada, tiró a la basura lateral los pañuelos usados, y se colocó la mascarilla, para su decepción.
—El ambiente de nuestro pueblo te gustará, es menos polución—. Aseguró confiado mientras visualizaba a la chica respirando el aire fresco, corriendo libre por las colinas.
Aunque no quiso bajar la guardia, dejó que sus hombros se relajaran, influenciada por la idea. Sus palabras le habían reforzado una cosa que anheló por tanto tiempo: recibir el roce del ardiente sol.