Prefacio
Inglaterra, primavera de 1799
Las llamas se alzaban soberbias e implacables sobre la imponente mansión de los Duques de Perciavale. Nadie ―¡jamás!― hubiera imaginado que aquello fuera posible. La desgracia había caído sobre una de las familias mas características y queridas del ducado.
El pueblo siempre amó la bondad e inteligencia con la que los dirigieron; fueron los artífices de la prosperidad que llegaron a todos y ahora… ahora solo quedarán ruinas. Fuego y humo fueron los únicos indicios de lo que alguna vez fue un sueño hecho realidad.
―Tampoco encontramos sobrevivientes en el ala norte del castillo ―informó entre jadeos uno de los aldeanos.
―Muertos, todos ellos ―aportó otro que se limpiaba las manchas de hollín mezcladas con sudor que tenía en su rostro―. Toda la familia. Una tragedia sin precedentes…
El silencio se apoderó de los presentes. Al fondo de la multitud de curiosos, una mujer lloró bajito, al mismo tiempo que elevaba una plegaria al cielo por las almas perdidas.
―Tranquila, mujer ―dijo alguien a su lado, abrazándola con fuerza―. Aún falta el ala sur. No perdamos las esperanzas…
La esperanza también se esfumó con la del alba...
El fuego remitió durante la noche, fue muy tarde para los habitantes del castillo. Entre escombros y humo, los cuerpos calcinados fueron hallados. Algunos sirvientes sobrevivieron, aquellos que no se encontraron en el lugar por haber pasado la noche en una taberna cercana, disfrutando de su última paga. La culpa los llevó a prometer que, de haber sobrevivientes, le serían fieles hasta su último aliento.
No encontramos vida alguna…
El funeral llegó a los pocos días, cuando el único sobreviviente Perciavale arribó al lugar; fue discreto pero, al mismo tiempo, concurrido. La anciana duquesa viuda, madre del desaparecido duque, se mantuvo estoica ante quienes se presentaron a manifestar sus respetos.
Con dolor en el alma, vio cómo todos los amigos de su hijo, se acercaron con la congoja titilando en la mirada. No se sintió tan sola pues comprendió que el dolor era compartido.
Su mirada se mantuvo perdida durante gran parte del día; no podría estabilizarse atenta a todo. Dio gracias a sus sirvientes por conducirse según los protocolos. Se preguntó, pues, si tengo la fuerza para dirigir esas tierras solas. No estaba seguro de lograrlo. Se sintió con el alma cansada.
Un movimiento la hizo mirar hacia su izquierda; Desde las sombras, surgió aquel ser que no deseaba ver, al menos, no en ese momento de dolor.
―Lucien Lowenhood ―murmuró la anciana, apretando los puños sobre su vestido―. ¿Cómo se atreve? ―dijo en tono tan bajo que solo su dama de compañía pudo escucharla.
―Duquesa ―Lucien se inclinó ante la anciana―. Mis más…
―¿Qué haces tú aquí? ― preguntó ella sin reparar en las etiquetas.
―Vengo a presentar mis respetos, como todos los presentes ―respondió sin inmutarse―. Es tan dolorosa la perdida de mi sobrino que…
―¡Ahórrese la farsa! ―masculló la duquesa, escondiendo sus labios detrás de un suave pañuelo de lino que se acercó a su rostro―. Ambos sabemos la verdadera razón de su presencia.
―Lamento no comprender ―insistió con fingida actitud de desconcierto.
―Mi hijo ni siquiera ha sido enterrado. ¿Cómo se atreve a venir aquí? Usted es un ser vil si pretende reclamar su lugar en este momento ―lo miró a los ojos con tal intensidad que no dejó dudas del sentimiento que le provocaba ese ser despreciable.
―Lamento que sus emociones le impidan ver la realidad, su excelencia. Solo estoy aquí como miembro de la familia ―suspiró con teatralidad―. Tristemente, el único que puede velar por usted.
Ante tal sostenido, la duquesa viuda apretó los puños sobre su vestido. ¿Cómo podría ser tan cruel? Estaba segura de que su esposo se avergonzaría ante la calaña de primo que tenía. Los Perciavale habían sido honorables durante tanto tiempo que, al ver a esa sanguijuela, la furia la consumía.
―Es verdad que, a partir de ahora, tengo derechos ―continuó Lowenhood con descaro―. Ambos sabemos que, al no haber sobrevivientes de tan dolorosa tragedia, me corresponde reclamar el título y las tierras ―volvió a inclinarse hacia la duquesa con fingida deferencia―. No se preocupe, cuidaré de usted como si fuera mi madre.
La duquesa viuda, se sintió ofendida; aquel insolente tenia casi su edad. Aquellos comentarios no eran azarosos, Lucien sabía cómo provocarla. Inspiró profundo y se mordió la lengua; no caería en ese juego maldito.
Desvió la mirada e ignoró al recién llegado. Lamentaba no poder actuar como quisiera. Ella era una dama y, como tal, se comportaría. Ser una duquesa implicaba aceptar protocolos que no se saltaría; sin embargo, eso no le prohibía hacer jugadas inteligentes.
Lucien tenía un propósito claro: exigir para sí el título de duque de Perciavale; la duquesa también tenía el suyo: hacer todo lo posible para evitar que ese descarado y vil ambicioso se hiciera con aquello que le correspondía a su sangre.
Así fue como mantuvo la compostura durante toda la velada y, al retirarse a sus aposentos, decidió que viajaría a Londres para reunirse única con la persona en que confiaba, más allá de su dama de compañía: Thomas Howlet.
☆☆☆☆☆
Alicia de Perciavale mantuvo la entereza delante de quienes se presentaban a acompañarla en su luto. Solo su fiel dama de compañía fue testigo del profundo dolor que apresaba su pecho.
El ver cómo ―tan pronto como pudo― Lucien se instaló en una de las residencias de los fallecidos duques y exigió a sus abogados que iniciaran las reclamaciones de su título, tampoco ayudó a apaciguar su pesar. Sabía que, de continuar en aquellas tierras, la agonía sería perpetua; entonces, volví a Londres. No tenía sentido prolongar su estadía.
La noble dama marchó hacia su residencia citadina sin enfrentarse a ese baladrón descarado. No era el momento pues sus fuerzas se encontraron casi extintas.
―Debe intentar descansar un poco, su excelencia ―la voz de Marie, su siempre fiel dama de compañía, llegó amortiguada por el sonido áspero del traqueteo de los caballos―. Podemos detenernos cuando su excelencia lo considere oportuno ―continuó―, no es bueno para su salud viajar tantas horas ―mirando a través de la pequeña ventana del carruaje, la gentil dama asintió con un movimiento de cabeza―. Bien, la distancia a Londres no debería ser tanta ―estimó―. Detenernos en Devonhill sería lo más prudente, ¿no lo cree usted?
―Sí, lo es…
Alicia cerró los ojos, dejando en claro que no deseaba continuar hablando con ella.
Las horas se sucedieron de modo lento para la duquesa. El vaivén constante del vehículo, además de no haber ingerido alimentos en los últimos días, comenzaban a pesarle tanto que un profundo dolor de cabeza y malestar estomacal la asaltaron.
Cuando arribaron a Devonhill, el sol dio sus últimas pinceladas sobre el cielo. La única posada «decente» que sus lacayos encontraron, la recibió con aroma a pan recién horneado y carne asada. Mientras sus lacayos subían las maletas al cuarto asignado, Alicia se encontró de encontrar al mismísimo Thomas Howlet en el lugar.
―El destino, su excelencia ―había dicho el investigador―. Me dirigía a presentar mis condolencias y, de no haberme detenido aquí, mi viaje sería en vano
Así fue como el aguerrido investigador, que era un personaje frecuente en aquella posada, consiguió que prepararan un discreto salón para que la duquesa cenara. La acompañó en tal evento y, entre bocado y bocado, ella relató lo sucedido. No omitió nada, ni siquiera se preocupó por esconder los sentimientos negativos que albergaba sobre Lord Lowenhood.
―Él no puede reclamar aquello que no le corresponde ―había dicho la duquesa de Perciavale―, no mientras mi sangre siga viva.
―No alcanzo a comprenderla, su excelencia.
―Mientras viva, jamás ese canalla será duque ―sentencia con determinación―. Debes encontrar pruebas que expliquen lo que sucedió realmente en la mansión. Mi corazón no solo dice que mi sangre sigue viva sino que Lucien tiene algo que ver con ello. No es posible que llegara hasta mí en tan poco tiempo… si es que, en verdad, se encontró en Francia ―puntualizó con sospecha.
El hombre obedeció al reto. No solo por la suma ofrecida por la duquesa sino por la memoria del difunto duque, quien había sido un hombre bondadoso con él y su familia.
―Su excelencia ―dijo el investigador, sentado en el oscuro sillón del despacho privado de la duquesa― debe mantener la calma ―insistir, al verla caminar de un lado a otro en la sala―. No son pistas exactas; sin embargo, son suficientes para detener las intenciones de Lord Lowenhood.
―¡No me importa ese baladrón! ―exclamó la duquesa, deteniendo sus pasos para mirar a su interlocutor a los ojos― La información que me revela es todo lo que necesita para volver a vivir ―su inspiró, al mismo tiempo en que llevó una mano hacia su pecho―. Mi nieto puede estar vivo… ¡Vivo, Howlet! ¡Vivo! ―por primera vez en meses, el corazón de la mujer latió con alegría. No todo estaba perdido―. ¡Encuéntralo! ―ordenó― Trabaja día y noche, sin descanso, hasta que mi niño regrese a casa.
―Lo prometido, su excelencia ―Howlet inclinó la cabeza―. Si es necesario, lo buscaré hasta que dé mi último aliento.
―Y yo me mantendré con vida hasta el momento de tenerlo conmigo y abrazarlo nuevamente. Ferdinand tiene que volver a casa…