Capítulo 1 - Desenmascarado
Llueve.
Llueve con tanta potencia que las gotas impactando en el parabrisas de mi coche suenan como diminutos explosivos siendo accionados. Es un milagro que pueda escuchar debido al pitido ensordecedor en mis oídos, sin embargo. O tal vez soy yo, queriendo bloquear al mundo, sumergirme en un mar de bendita tranquilidad por más de diez minutos sin conversaciones incómodas, pretensiones, exigencias, demandas, imposiciones o burlas siendo bombardeadas a centímetros de mi rostro.
Pero el maldito chillido lloroso proveniente del asiento trasero me lo impide.
Le dedico al bulto de mantas una mirada repleta de desprecio por millonésima vez, ignorando el golpeteo constante de mi corazón desbocado, el miedo gélido erizando los vellos en mi piel, los nervios tensando en nudos dolorosos mi estómago vacío y el temblor en mis rodillas. Perdí la sensibilidad en los dedos hace aproximadamente media hora de tanto comprimir con furia encendida el volante, pero todavía no he reunido el valor para bajar y recorrer las escasas zancadas hacia la entrada desolada.
Como en muchas otras ocasiones, la cobardía se manifiesta como un demonio, susurrándome lo incompetente que soy sin tregua ni compasión. No es la primera vez, sospecho que tampoco será la última. Cierro los ojos y apoyo la frente en mis manos adormecidas, suspirando con pesar, deprimido y tan, tan agotado de toda esta mierda. Desearía acostarme a dormir y no despertar jamás, arrastrado a un paraíso en el cual se me permita ser, finalmente, libre. Despojado de engaños, donde no se espere nada de mí, un sitio en el que no tenga que medir, calcular, cada inhalación.
Una lágrima amarga se escurre por mi mejilla y la limpio con brusquedad, aborreciendo mi miserable debilidad. Lamentarse nunca ha ayudado a nadie, lamentarse nunca me ha ayudado a mí. Contemplo el cielo tormentoso con una exhalación derrotada, un reflejo de mis propias emociones nebulosas y sombrías. Suspiro, enumerando mentalmente la serie de pasos que tengo que ejecutar para deshacerme de este nuevo obstáculo inesperado, enviando una renovada maldición al universo por castigarme así, empujando con un trago de saliva espesa la bilis de nuevo a mis entrañas.
«Salir, abandonarla, huir y no dar marcha atrás». Debería ser sencillo, pero la vida siempre se ha encargado de borrar mi esperanza con una poderosa bofetada de realidad esclarecedora, aunque igualmente aterradora. Me río, porque es eso o llorar y ya superé esa extenuante etapa. El sonido es histérico e irreconocible, áspero y desagradable. Estoy tan enfocado en enloquecer que, cuando el teléfono vibra en el bolsillo de mi pantalón, anunciando la entrada de una llamada, me sobresalto. Obtengo el aparato, una tarea tan fácil entorpecida por el sudor frío bañando mis palmas.
“April” resalta en la pantalla y muerdo mi labio inferior, indeciso entre contestar o rechazarla. Sé lo que va a consultar porque el tiempo se agota y necesita comprobar si la pesadilla que nos ha torturado a ambos desde hace meses terminó. O quizá simplemente no confía en que tendré las pelotas para hacerlo. La he defraudado en numerosas circunstancias en el pasado, así que comprendo su recelo. Mi pulgar pulsa la opción verde y me enderezo, observando la noche oscura mientras su voz se desliza por la línea.
—“¿Lo hiciste?” —pregunta con un tono inestable, sin saludo o preámbulos inservibles, pero no hay palabras que broten de mi garganta reseca—. “¿Cameron?” —insiste cuando no recibe una respuesta—. “Por favor, Cam. Dime que pudiste” —sonrío, ridículamente aliviado de que haya utilizado la abreviatura de mi nombre. Aunque la calma no dura.
—Estoy estacionado afuera, pero… no… no... —me detengo, porque confesarle que he estado sentado aquí por casi una hora, inmóvil e incapaz de avanzar, es como si me extrajeran una muela sin anestesia.
—“Te rogué que me dejaras ir contigo” —es una declaración, pero yo la interpreto más como una acusación. Me ha lanzado muchas de esas desde el inicio de este suplicio—. “Todo depende de ti. No puedes escapar, Cameron. No después de que me obligaste y no quisiste asumir la responsabilidad de…”
—¡Ya lo sé! —grito entre dientes como un perro rabioso, insultado a pesar de que tiene razón, pero yo también tengo mis límites. El bullicio atrás se intensifica—. Ya lo sé, ¿de acuerdo? Es sólo que…
—“¿Ahora tienes remordimientos?” —me interrumpe, casi parece como si estuviera regocijándose, su irritante resoplido traspasa la estática—. “Es muy tarde para eso, Cameron. Muy, muy tarde”.
—¿Eso era lo que querías? —gruño, ansiando colgar de inmediato y callar su incesante recriminación—. ¿Continuar humillándome?
—“Mira, sólo ocúpate del problema de una vez por todas, Cam” —’el problema’ chilla y se retuerce en la cesta de mimbre, luchando por apartar la esponjosa frazada rosada—. “Aplazar lo inevitable únicamente empeorará la situación” —concluye en un susurro suplicante que me destroza el alma antes de finalizar la llamada.
Echo un vistazo por el espejo retrovisor en contra de mi mejor juicio. Grandes irises grises claros con pestañas empapadas me están inspeccionando, su nariz mocosa y abultadas mejillas ruborizadas por el llanto, las pequeñas manos agitándose, esforzándose por alcanzarme y buscar consuelo, protección. No hago ningún intento por ofrecerle nada de eso. No puedo, no debo. En cambio, me estiro por el bolso en el lado del copiloto y compruebo que todo lo incluido esté en orden.
Pañales, leche de fórmula, dos biberones, varias mudas de ropa, un chupete todavía en el empaque, tres juguetes sin estrenar, un sonajero, un rasca encías. Extraigo el sobre que preparé con antelación de la guantera. Contiene mil dólares y una nota, con una sola cosa escrita: Amber. Mi pecho se estruja, mi vista se empaña y me cuesta respirar con normalidad. Ella balbucea, babeando uno de sus diminutos puños al rendirse en su ineficaz propósito de atraer mi atención, sus pies balanceándose con un ritmo existente en su cabeza.
«Salir, abandonarla, huir y no dar marcha atrás».
El edificio no luce en mal estado, al colorido cartel de “Fundación Niños del Mundo” no le falta ni una letra. Uno de los primordiales motivos por los cuales elegimos este sistema de acogida en específico es porque no hay cámaras de vigilancia o de tránsito cerca, por lo que constatar mi presencia o verificar mi matrícula no será factible… o posible. Tengo la total certeza de ello, lo confirmé. Lo que estoy a punto de realizar no puede ser rastreado de vuelta a nosotros jamás. Además, April y yo indagamos en internet por días, leyendo las reseñas y comentarios referentes a su reputación y la gran mayoría fueron bastante positivos.
Es una pobre excusa para justificar nuestra acción, pero una que funcionó. Tienen muchos generosos donadores y sustento frecuente del Estado, los niños son bien cuidados, educados apropiadamente, no han existido escandalosos y horripilantes reportes posteriores por traumas psicológicos o abusos físicos. Sumándole más beneficios al asunto: Amber es apenas un bebé. Mañana no me recordará, nos olvidará a April y a mí en un santiamén, se referirá a otras personas como “mamá” o “papá”, tal vez tenga un hermano o hermana. Formará parte de una familia y será feliz.
Con nosotros, conmigo, no tiene oportunidad en absoluto. ¿Cómo podría ser un buen padre para ella cuando no puedo tomar el control y organizar mi propia vida? Los que me conocen me señalan como un chico fuerte, asertivo, decidido, resistente, seguro e incluso presumido. No podrían estar más equivocados. Desde que tengo memoria, me encuentro girando permanentemente en una ruleta rusa de emociones descarriladas, incertidumbre, desequilibrio y vacilación. La perseverante obstinación de mis madres por sobresalir, probarme y superar sus expectativas es enervante y asfixiante.
¿Y se supone que ahora debo criar a una hija? ¿Cómo? ¿Por qué? No soy una maravilla, un fenómeno de la naturaleza con dotes asombrosos, tampoco soy invencible. Lo único apreciable o rescatable que tengo es el copioso dinero en mi cuenta bancaria y ni siquiera lo gané yo. Soy común y corriente. La verdad es que soy menos que eso. Definitivamente no soy nada especial, no hay nada peculiar en mí que destaque entre los demás. Por un error, o probablemente una venganza inmerecida del destino, lo poco que he logrado construir podría derrumbarse. ¿Acaso eso no es injusto?
Tantas enormes cuestionantes y ninguna solución. No obstante, lo que sí puedo garantizar es que Amber esté a salvo. Principalmente de mí. No debo ser malinterpretado, cuando tuve sexo con April sí usé un condón. No fue hasta después que noté, alarmado y preocupado, que estaba roto al quitármelo. Entonces las peleas surgieron, la culpa rebotó de una cancha a la otra, el temor caló hondo en nuestros huesos y la angustia hizo su macabra aparición. El optimismo de que efectivamente ella no quedara embarazada fue en vano, aunque se tomó la pastilla del día siguiente para descartar desagradables sorpresas. Inútil.
Los mareos y vómitos fueron estremecedores indicativos, su vientre creciendo progresivamente fue a la vez impresionante como perturbador. Yo quería que abortara, ella no. Luego de seis meses, se arrepintió, su cerebro procesando tardíamente la tremenda negligencia que había cometido. Si yo tengo una soga enrollada en el cuello, sobrecogedoramente tensándose gradualmente, April una colosal roca atada en el torso, maniobrando para no caer en un océano abismal directo a su perdición.
Sus padres murieron hace siete años en un accidente automovilístico, por lo que se vio forzada a vivir con un tío paterno, quien trabaja como mesero, cobrando una mísera cantidad anual, difícilmente lo esencial para sustentarlos a ambos. ¿Cómo podría mantener sola a un bebé? Imposible, incluso si no tuviera una beca para disminuir los costos universitarios. Así que las discusiones se reanudaron, transcurrieron semanas en las cuales no hablamos, hasta que, eventualmente, la idea de renunciar a Amber se creó y solidificó.
Esconder semejante condición consistió en una serie de manipulaciones y mentiras minuciosas. Alquilé un apartamento temporal para April en el centro de la ciudad mientras la crucial fecha para que diera a luz se acercaba, porque su estómago era prominente y ninguna camisa holgada podía simularlo más. La explicación que le dio a su tío fue que la aceptaron en un programa de transferencia para un curso de computación con todos los gastos cubiertos o alguna porquería así y el tipo no investigó mucho, imagino que fue debido al desahogo económico que tendría durante su ausencia. Sus clases fueron en línea por un permiso que solicitó en la universidad y que afortunadamente aprobaron.
El absurdo pretexto para mis madres cuando descubrieron el resumen mensual que el banco envió a mi casa fue que estaba auxiliando a un amigo sin hogar. Ellas resplandecieron con complacencia por el aparente buen corazón de su hijo. Yo me revolqué en un pozo de mi propia mierda por tal descaro. Amber nació allí, en ese lujoso, impecable e impersonal departamento, entre almohadas y cobertores manchados con sangre, con la asistencia de una enfermera privada que contraté. El acuerdo de confidencialidad que le hice firmar está guardado debajo de mi colchón.
—Bien, aquí vamos —murmuro para mí mismo, introduciendo el sobre en el bolso, cerrando el cierre y colgando la correa en mi hombro.
La canasta donde está Amber tiene un largo mango, así que lo envuelvo con mis dedos y la cargo, abriendo la puerta del coche para bajar. «Debí traer una sombrilla», un pensamiento irracional cuando debería estar desvariando por la barbaridad que estoy a segundos de ejecutar. Pero no retrocedo. Troto la breve distancia, soltando el bolso en el primer escalón frente al edificio, agradecido por el techo curvo, ya que evita exitosamente que la lluvia empape el umbral.
Coloco a Amber suave, aunque rápidamente en el suelo, acomodando las mantas para refugiarla del frío. Es medianoche, pero sé que hay gente dentro, porque hay varias ventanas con luces brillando. Arreglo el gorro de lana en su pequeña cabeza y titubeo, mis zapatos pegados al pavimento.
«Salir, abandonarla, huir y no dar marcha atrás».
—Lo siento —farfullo, aun si no puede entenderme. Porque es la verdad, la única que podré concederle—. Realmente lo siento —enjugando las perlas de agua que se esparcieron en su rostro inocente y ella hace un ruido gorgoteante, observándome detenidamente.
Me levanto, dispuesto a irme, cuando la puerta se abre repentinamente de par en par. ¡Maldita sea! No me demoro en ver de quién se trata, me doy la vuelta y corro. El dato que recopilo antes de fugarme como un criminal es que la silueta pertenece a un hombre, eso es todo. Salto en mi coche, enciendo el motor y conduzco, excediendo los límites de velocidad.
—¡Oye! —el rugido se hizo eco en la calle desierta, pero no desacelero.
«Salir, abandonarla, huir y no dar marcha atrás».
Eso es exactamente lo que hago.