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Nunca conmigo

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Summary

Un francotirador es observador y calculador. Un francotirador es paciente y disciplinado. Un francotirador es certero y letal. Un francotirador no comete errores. Es implacable. Keenan Mackenzie es francotirador. Su meta en la vida es ser el mejor y dedica todos sus esfuerzos en lograrlo. Nada ni nadie se interpone en su camino. Hasta que aparece en su vida un torbellino de cabellos dorados, dispuesto a desbaratar todos sus planes sin pretenderlo.

Genre:
Romance / Action
Author:
Sonia López Souto
Status:
Complete
Chapters:
40
Rating:
5.0 14 reviews
Age Rating:
16+

CAPÍTULO 1

12 años atrás

―Sabes perfectamente que volverás a casa suplicándome que te acepte de nuevo. Te doy un par de meses, como mucho.

Me mira fijamente desde detrás de su escritorio de roble macizo y aunque parece calmado, pues siempre lo parece, sé que no es así. Lo conozco. Aunque está recostado en el respaldo de la silla, de manera que a cualquiera le parecería relajado, puedo notar cómo se le hincha la vena del cuello en un intento por gritar. Y aunque también intenta disimularlo, su voz refleja decepción en cada palabra que pronuncia. Pero eso no es algo nuevo para mí. Creo que ha sido así desde que aprendí a pensar por mí mismo y lo que yo quería hacer dejó de ser lo que él esperaba obtener de mí.

―Esto es solo un capricho ―continúa, con su adusta mirada sobre mí, tratando de intimidarme―. El delirio de un niño que se cree lo suficientemente hombre para jugar a los soldados.

Odio cuando me llama niño o me trata como a uno. Sobre todo, porque lo hace cada vez que lo que digo no es lo que quiere oír. Se ampara en mi inexperiencia en la vida para hacerme ver que lo que ha planeado para mí es lo mejor y cuando me rebelo en su contra, siempre terminamos discutiendo. Como ahora.

―No es un juego, es lo que quiero hacer, papá. Lo que realmente me gusta. A lo que quiero dedicar mi vida ―se lo habré repetido millones de veces, pero se niega a aceptarlo y yo me desespero.

―Tonterías ―golpea la mesa con el puño y sé que ha llegado a su límite. Una vez más―. Ningún hijo mío...

―Soy tu único hijo ―le recuerdo.

―Tu bisabuelo levantó de la nada este negocio ―me lo ha contado tantas veces, que resulta cansado escucharlo de nuevo―. Trabajó duro para darle a su familia lo que él no pudo tener de niño. Y se sentía orgulloso de su legado, así que le inculcó su mismo amor a tu abuelo, que lo heredó, dispuesto a mejorarlo y ampliarlo. Y lo consiguió. Ahora, gracias a mis aportaciones al hacerme cargo, hemos conseguido aumentar nuestra cartera de clientes. Casi la totalidad de las destilerías de las Highlands confían en nosotros para distribuir su whisky, dentro y fuera del país. Es un negocio que mueve millones, hijo, una gran responsabilidad para nuestra familia. Cuando pase a tus manos...

―No lo quiero ―lo interrumpo―. Nunca lo he querido.

―Es tu deber como hijo mío hacerte cargo de todo ―me grita.

―Es tu deber como mi padre apoyarme en lo que yo decida hacer con mi vida, no imponerme lo que deseas ―también alzo la voz.

―No uses mis palabras en mi contra, muchacho. No tienes lo que hay que tener para ganar esta batalla.

―Pero ganaré la guerra ―me levanto porque esto no nos llevará a ninguna parte y ya ha durado demasiado. Es hora de irme y esta vez, no volveré.

―¿Guerra? ―me mira de esa forma que he aprendido a odiar―. No hay ninguna guerra que ganar para ti, Keenan. No es discutible. Eres menor de edad y harás lo que yo te diga o...

―¿O qué? ―lo interrumpo una vez más―. En un par de semanas ya tendré los dieciocho y no tendrás ningún poder sobre mi vida. Te guste o no, ingresaré en el ejército. Ya tengo los papeles listos y ahora mismo iré a entregarlos. No vas a poder detenerme esta vez.

Me dirijo a la salida con decisión, desoyendo sus protestas. Creí que podría convencerlo, que con el tiempo vería que realmente me apasiona esa vida y que es lo que quiero hacer. Pero una vez más, me decepciona descubrir que a mi padre solo le interesa el negocio familiar. Desde que tengo uso de razón, lo recuerdo en casa, colgado del teléfono, o ausente, en alguna reunión. Puede que nos diese a mi madre y a mí todo cuanto el dinero pudiese comprar, pero no era lo que necesitábamos. Al menos para mí. Yo lo necesitaba a él, a mi padre.

Cuando consideró que tenía edad suficiente para ello, empezó a llevarme con él a algunas reuniones, para que fuese conociendo el funcionamiento de la que alguna vez sería mi empresa, decía. Jamás me gustó. Ni el trabajo ni la gente de la que se rodeaba mi padre. Yo no sirvo para lamer culos ni para sonreír, sabiendo que esa misma persona me jodería si pudiese obtener beneficios con ello.

Siempre he tenido claro lo que quería hacer, pero cada vez que se lo insinuaba, me ignoraba o trataba de minar mi convicción. He tenido que esperar más de 3 años para poder plantarle cara al fin y para decirle que no es delito querer alcanzar mis propias metas, aunque no sean las que él esperaba. O para demostrarle que no fracasaré, aunque se empeñe en decir lo contrario. Tenía la esperanza de que en esta ocasión fuese diferente y aceptase mi decisión, pero me equivoqué. Mi padre no cambiará nunca.

Sin embargo, su rotunda negativa finalmente funcionó para algo: para que mi determinación se fortaleciese. El problema es que la relación terminó de ajarse. Esta discusión es la gota que colma el vaso, un punto de inflexión para ambos. Ya no hay vuelta atrás y los dos lo sabemos.

―Si sales por esa puerta, Keenan ―me amenaza a la desesperada cuando ya tengo la mano en el pomo―, no te molestes en volver. Ya no serás bienvenido en esta casa.

―Adiós, papá ―abro la puerta y salgo de su despacho sin vacilar.

Sabía que llegaríamos a este punto, si no lograba convencerlo y que perder a mi padre para siempre era una posibilidad. Aún así, no renunciaré a lo que quiero por él y jamás le permitiré verme vencido. No le daré la posibilidad de echarme en cara que tenía razón, porque no la tiene. A pesar de lo que él crea, voy a entrar en el ejército y voy a ser el mejor francotirador que su Majestad la Reina haya tenido nunca. Y si no puedo echárselo en cara a mi padre, me contentaré con pensar en lo rabioso que estará al ver que pasan los años y no regreso a él, derrotado.

―Cariño ―mi madre entra en mi cuarto mientras lo preparo todo― ¿Qué estás haciendo?

―Me voy ―le digo sin detenerme.

Para ella será muy duro. Siempre hemos sido nosotros dos solos. No es solo mi madre, sino mi amiga, mi confidente, mi apoyo y mi consuelo. Aunque ha intentado hacerme ver que trabajar con mi padre no es tan malo, tampoco me ha pedido que renuncie a mis sueños. Su posición es difícil y me duele que tenga que pasar por esto. Se encuentra entre ambos y sea como sea, nos perderá a uno de los dos.

―No puedes irte ―solloza. Siempre ha sabido que sería yo.

―Papá no me ha dejado otra alternativa.

―Sea lo que sea lo que te ha dicho, no lo creía realmente.

―Ambos sabemos que sí lo hace, mamá ―la miro con pena.

―No eres más que un niño, Keenan. ¿A dónde irás? ¿Qué harás?

―Ya casi tengo los dieciocho ―me encojo de hombros―. En cuanto los cumpla, ingresaré en el ejército. Ese será mi hogar a partir de ahora. Papá lo dejó claro, no podré regresar nunca.

Aunque trata de disimularlo, escucho su llanto. Dejo lo que estoy haciendo y me acerco a ella para abrazarla. De lo único que me arrepentiré del día de hoy, será el no tener a mi madre más a mi lado. Aunque intentemos vernos de vez en cuando, mi padre se encargará de que no sea demasiado a menudo. Tal vez crea que así me presionará para regresar, pero no lo haré.

―Mi único hijo ―la escucho susurrar contra mi pecho― ¿Qué voy a hacer ahora?

―Saldrás adelante, mamá ―la obligo a mirarme―. Como siempre haces. Puedes llamarme siempre que quieras y podemos vernos fuera de esta casa también. No vas a perderme.

Su llanto se intensifica y la abrazo para consolarla. No sé cuánto tiempo transcurre, pero escucho a mi padre llamarla desde su despacho e imagino que querrá saber si ya me he ido. Me separo de mi madre y la beso en la frente, como tantas veces hizo ella conmigo. A pesar de lo que le he dicho, me sabe a despedida.

―Ten mucho cuidado, hijo mío ―me ruega―. Puedo vivir sin verte, pero no sin ti.

―No te preocupes ―sonrío para que vea que no pasa nada―. Todo estará bien.

Me besa en la mejilla y baja cuando mi padre repite su nombre, esta vez más alto y con mayor impaciencia. Sigue enfadado. En cuanto mi madre se va, continúo empacando mis pertenencias. Solo llevaré lo imprescindible porque no quiero recuerdos de mi vida pasada en la nueva. Si voy a empezar de cero, será en todos los sentidos. Por eso, un par de bolsas son más que suficientes y me las cargo al hombro para salir de la habitación. Sin embargo, en el último momento, movido quizá por un impulso, tomo una foto del escritorio y la guardo en uno de los bolsillos exteriores de una de las bolsas. Es la foto que nos hicimos mi madre y yo, en nuestra primera visita a la base militar de Glasgow. Aquel fue el día en que descubrí lo que quería hacer, a lo que quería dedicar mi vida.

Y ese fue el día en que empezaron los problemas con mi padre también. Recuerdo que aquella noche, cuando llegó del trabajo, le conté entusiasmado todo cuanto habíamos visto en la base. Ni siquiera sé si me estaba escuchando, pero yo no podía dejar de hablar. Sin embargo, cuando le dije que quería unirme al ejército cuando tuviese la edad suficiente, me miró como si le hubiese confesado el mayor de los crímenes.

―Olvídate de esas tonterías, Keenan ―me dijo―. Tu lugar está a mi lado, en Mackenzie & Sons.

Las primeras vacaciones escolares que tuve, comenzó a llevarme a las reuniones con él, a enseñarme los entresijos del negocio. Y yo comencé a odiarlo con todas mis fuerzas. Aquella visita fue el principio del fin, ahora lo sé.

Ni siquiera miro hacia atrás cuando salgo por la puerta principal. No me interesa saber si mi padre está viéndome marchar o sigue en su despacho, mascullando. Tampoco quiero comprobar si mi madre ha salido a despedirme, porque no quiero verla llorar más por mi partida. Prefiero mirar hacia adelante, hacia la vida que me espera, la que yo elegí. Pagaré un alto precio por ella, lo sé, pero estoy dispuesto a hacerlo. Aseguro las bolsas en mi moto antes de colocarme el casco, subo en ella y arranco. No pienso. No vacilo. Simplemente me pongo en marcha y me alejo del que hasta este momento fue mi hogar. Tal vez no fuese el ideal, pero fui feliz en él la mayor parte del tiempo.

Conduzco por la carretera mientras decido a dónde ir. Conozco a mi padre y pronto me cortará el grifo para presionarme a volver, así que lo primero que hago es ir a un cajero y sacar tanto dinero como me permita la tarjeta. Tendré que apañármelas con eso en las siguientes dos semanas.

―Hey, Cailean ―al final llamo a mi primo, con la esperanza de que sus padres me permitan quedarme en su casa hasta mi mayoría de edad― ¿Qué es de tu vida, tío?

―Nada nuevo. ¿Y tú?

―Mi viejo me ha echado de casa.

―¿Ya se lo has dicho?

Además de ser familia, Cailean es mi mejor amigo. Me lleva tres años, pero apenas se notan. Es como el hermano que nunca tuve y que siempre quise. Con él puedo hablar de todo y fue uno de los primeros que supo de mis planes para ingresar al ejército al cumplir los dieciocho. También es uno de los pocos que siempre me apoyó. Incondicionalmente.

―¿Tú qué crees?

―¿Tienes dónde quedarte? ―ni siquiera tengo que pedírselo y eso significa mucho para mí―. Ya sabes que aquí habrá sitio para ti siempre que lo necesites. Mis padres estarán encantados.

―¿Seguro que no les importará? Mi padre no se lo perdonará si se entera.

―Te esperamos para cenar ―es lo único que dice antes de colgar. Ni siquiera puedo darle las gracias, aunque con él sobra decirlo.

Lleno el depósito de la moto, usando la tarjeta, y conduzco hasta su casa. No me lleva mucho tiempo, pero ya anochece cuando la alcanzo. Cailean es el primero en salir a recibirme y se funde en un abrazo conmigo que me deja paralizado por un segundo. No me lo esperaba.

―Eres grande ―me dice―. Lo vas a lograr.

―Hola, Keenan ―Fiona me abraza también―. No te preocupes. Se le pasará.

―Lo dudo, tía, pero no importa ―trato de restarle importancia―. Sabía que ocurriría y estaba preparado.

―Se le pasará ―me repite.

―Deja que coja eso, hijo ―Alpin se hace con las bolsas―. Pasa. Esta es tu casa.

Después de instalarme en el cuarto de invitados y de soportar el incesante parloteo de Kirsty mientras deshago mis maletas, me reúno con ellos en el comedor. Y mientras hablamos de todo un poco durante la cena, comprendo que me siento más a gusto en casa de mis tíos que en la mía propia. Y más arropado también. Claro que Fiona y Alpin son especiales. Únicos.

Cuando llega la hora de dormir, Cailean se asoma a mi cuarto a desearme buenas noches, pero termina sentándose en el suelo a mi lado, con la espalda apoyada contra la cama. Es casi como un ritual que seguimos cada vez que me quedo en su casa.

―¿Cómo te va en Edimburgo? ―le pregunto― ¿Te gusta eso de ser abogado?

―Lo que he estudiado por el momento, sí ―asiente―. Todavía me quedan algunos años para ser abogado con todas las de la ley.

―Muy buena esa ―me rio.

―¿En serio?

―No, pero la intención es lo que cuenta.

―Cabrón.

―¿Eso dirás al jurado cuando pierdas un caso? ―esquivo el golpe que pretende darme en el pecho, pero termina impactando en mi brazo―. A esto se le llama desacato a la autoridad.

―Ni siquiera sabes lo que dices ―ríe.

―Pero ha sonado cojonudo.

―¿Estás bien? ―me pregunta después, más serio.

―Lo estaré.

―Ya sabes que estoy aquí para lo que necesites.

―Lo sé, Cailean. Lo mismo te digo.

―Y ―dice levantándose― es hora de irme. Nos estamos poniendo demasiado sentimentales.

―Tú eres un blando ―le digo, imitándolo―. Por eso las chicas no se fijan en ti.

―Y tú eres el chulo que se las lleva a todas de calle, pero que se quedará soltero de por vida. Porque al final ―apoya una mano en mi hombro y me mira fijamente― las mujeres prefieren al blando que sabe darles lo que quieren.

―Soltero y a mucha honra, primo ―respondo, antes de estallar en carcajadas con él.

―Descansa, Keenan. Mañana hablamos.

―Eh ―lo llamo cuando ya sale―. Gracias. Por todo.

―Para eso estamos los primos mayores, Keenan ―me guiña un ojo y se va.

Me tumbo en la cama, con mi cabeza sobre los brazos y la vista fija en el techo. Solo entonces comprendo que lo he hecho, que le he plantado cara a mi padre y voy a seguir mis sueños. Voy a ser francotirador y no puedo evitar sonreír emocionado. Mi vida acaba de empezar.

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